La puerta de la ce

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Para esta hija de refugiados españoles, renunciar al acento de sus padres fue una forma de sanar heridas del exilio, pero también una forma de traición.

Las escuelas de refugiados repetían el contraste entre maestros ceceadores y alumnos con el español mexicano. (Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Leyendo los textos de Fabio Morábito en El idioma materno sobre la traición que la escritura representa a la lengua materna, aunque sea la propia, recordé lo que me sucedía en la infancia con el español de mis padres. Como exiliados que eran, ambos, junto con mis tíos y abuelos, ceceaban; así aprendimos mis hermanos y yo a expresar nuestros apremios originales. En la calle, sin embargo, me daba cuenta de que esa ce sobraba; aquel castellano duro, un tanto categórico, la ge y la jota en la garganta, la elle masticada entre las muelas, resonaba como una especie de pisotón a la mitad de un baile.

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Quizá esos cambios, estas islas de acentos y lenguas que ahora son comunes y hasta prestigiosas por los enormes flujos migratorios, en ese entonces resultaban excesivos. El edificio de la calle Baja California donde vivíamos llevaba la marca de la extranjería en don Aconcio, el dueño emigrado con su magra dieta de pan Bimbo y poco más, y los inquilinos del exilio: Amparo Bonilla, amiga muy cercana de mi abuela, nosotros y mi abuela misma cuyo departamento era también taller de costura. Nuestros vecinos del pent house eran norteamericanos y el padre, Hank, venía también de una guerra, la de Corea; con ellos aprendimos a cantar en inglés. De alguna manera las lenguas y los acentos nos modularon. Las escuelas de refugiados españoles repetían el contraste entre los maestros ceceadores y los alumnos que en el recreo nos entendíamos con nuestro español mexicano, el que usábamos para comprar tortas y charritos.

Poco a poco me hice al español de México, más suave, aunque llegando a casa me despojara de él como de un disfraz y retomara aquel ceceo que me unía a mis padres con su amor lleno de sobreentendidos. Pero poco a poco, también, el disfraz fue cambiando. De repente, la que susurraba la ese y acomodaba la jota en el paladar de modo natural era yo misma y la impostura se venía a instalar en el ceceo. Crecer fue también despojarse de aquel acento y abandonar a los padres para adaptarse a un México en el que la ce todavía evoca un trauma originario con el que nosotros, mis padres y abuelos exiliados, no podíamos tener nada que ver. Ese empeño por adoptar el español de México se trasladó a la escritura y me afané en leer a Salvador Novo para aprenderlo correctamente; me doy cuenta más que nunca cuando leo a los autores españoles o las traducciones españolas y a veces pienso que quizá yo pude haber escrito así, fiel a la lengua de mis padres aunque desligada de mi mundo. En el fondo de mi lengua escrita —aquella puerta por la que pasaba el flujo misterioso de la ce a la ese, de la ese a la ce— sobrevive aún cierto sentimiento de traición.

AQ

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