Llevamos un año cargado de múltiples conmemoraciones históricas que pusieron en escena la reafirmación de la identidad nacional en los términos de la Cuarta Transformación. Modificación del nombre de calles, retiro de monumentos, efemérides apócrifas (la fundación de Tenochtitlan en 1321), la redefinición de la Independencia como “primera transformación”, complementan la operación identitaria impulsada desde el poder público. Sobra decir que los Estados nacionales se dieron a esta tarea desde su fundación, no es una novedad, pero destaca esta pretensión tardía por su magnitud, teatralidad y anacronismo.
El bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución convocó a las conmemoraciones anodinas del calderonismo, donde lo más destacable acaso fuera la dificultad para abordar la gesta de 1910, por el desencuentro ideológico que la estirpe del “hijo desobediente” tiene con ella, a no ser por la identificación que hiciera Vicente Fox de la alternancia con el malogrado gobierno de Madero, en el entendido que los Flores Magón, Zapata o Villa estaban impedidos por obvias razones para formar parte del panteón panista. La némesis obradorista, en cambio, saturó de significados las conmemoraciones a su cargo, elaborando una narrativa histórica que corre desde el origen de la civilización mesoamericana hasta el presente, que anuncia incluso un futuro venturoso pautado por el compromiso con los “más pobres”, el amor al prójimo y la fraternidad universal. No es poca cosa.
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La reproducción en cartón piedra del Templo Mayor (a doscientos metros del original) ilustró en agosto pasado la batalla por Tenochtitlan en la que sucumbieron los mexicas a manos de medio millar de españoles y decenas de miles de aliados mesoamericanos que los peninsulares fueron sumando en el camino los que, a su pesar, fueron sometidos al igual que los mexicas por el régimen virreinal a despecho de que ellos mismos se asumieran vencedores. Con ello, y de acuerdo con el relato oficial, comenzaron los 500 años de resistencia indígena que se prolonga hasta el presente. Posteriormente, la jefa de Gobierno capitalina anunció en una decisión unilateral que sería la efigie de Tlali quien remplazaría a Colón en la glorieta de Reforma del mismo nombre. Ambas acciones anclarían el nuevo relato histórico oficial.
En las fiestas cívicas septembrinas se desató la otra punta de la madeja de la narrativa patria. Pasando vertiginosamente por los trescientos años de la Colonia en una escenificación alimentada por el láser y las omnipresentes fuerzas armadas (en modo mariachi la noche del 27), la insurgencia de Hidalgo (el 16 de septiembre de 1810) la culmina la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México (27 de septiembre de 1821) encabezado por Iturbide. El entendido es que la Independencia liberó a los pueblos originarios del yugo español y los integró en la nueva nación. Aparte de que eso es inexacto si no es que falso, pues el régimen liberal los despojó de parte de sus tierras subordinándolos a un orden legal en que perdieron derechos que les habían reconocido en la Colonia, también se reedita en el siglo xxi el relato liberal decimonónico. Aquélla parece extraída de Gil Gómez el Insurgente, de Juan Díaz Covarrubias, o del Martín Garatuza, de Vicente Riva Palacio.
Gil Gómez ilustra muy bien este anacronismo. Juan Díaz Covarrubias se propuso escribir una serie de novelas que contara la historia del país desde la independencia hasta la guerra con los Estados Unidos: al respecto, solo consiguió escribir Gil Gómez el Insurgente o la hija del médico (1859), en la que, utilizando como fuente documental El Diario de México, de Carlos María de Bustamante, trazó una continuidad histórica entre los antiguos mexicanos y la gesta insurgente. Ésta, según el escritor, significó la emancipación de una nación oprimida (la mexicana) de la tutela peninsular y, simultáneamente, la lucha de los pobres (los indígenas) contra los acaudalados españoles, los aristócratas, esto es, una disputa social inscrita en un conflicto étnico.
Gil era un muchacho de extracción humilde que su madre viuda cedió a la tutoría del hacendado don Esteban. Más diestro en las actividades físicas que en los ejercicios intelectuales, el joven estaba provisto de todas las virtudes del estereotipo campirano: sencillez, generosidad, valentía, rectitud, laboriosidad, economía, honradez, sensibilidad, astucia, gratitud, nobleza y espíritu justiciero. “Hijo privilegiado de la naturaleza”, observaba rigurosamente sus designios. Siguiendo a un amigo muy cercano, el muchacho sale del pueblo de San Roque y va a dar casualmente a la casa de Miguel Hidalgo la noche del 15 de septiembre de 1810. Magnetizado por el benévolo cura, instantáneamente se persuade de las bondades de la causa y acepta el grado de capitán. Pronto se convierte en el milusos de la insurgencia: hace repicar las campanas de Dolores, carga el estandarte de la Virgen de Guadalupe, se entrevista con el intendente Riaño antes del asalto a la Alhóndiga de Granaditas, es el primero en entrar después de que cayó la puerta, vigila que las huestes de Hidalgo no se entreguen al saqueo, se convierte en secretario y en ángel de la guarda del prócer, acechado por un aristócrata traidor (y además peninsular). Ya nunca el muchacho perderá esta función tutelar: vigila a su pueblo, pelea en la guerrilla de Guadalupe Victoria, castiga a los malvados. Gil Gómez se transmuta en “Gil Pueblo”.
El otro anacronismo evidente es el que se refiere a la identidad nacional, bastante desgastada por la globalización, la insurgencia neozapatista y la proliferación de reivindicaciones identitarias múltiples, eventualmente articuladas con los movimientos sociales emergentes. La reconstrucción de una identidad que englobe a todas, funcional en otra época y exitosa en la práctica, se perfila como una tarea irrealizable. El himno, la bandera y la historia patria cumplieron su función y no podemos readaptarlos a las necesidades contemporáneas. Los pasamontañas, las pañoletas verdes o la pertenencia a algún colectivo dicen más a los jóvenes que la historia oficial con el tufo de civismo que todavía transpira. Admitir la convivencia en la pluralidad, en lugar de pretender borrarla o someterla a una identidad ilusoriamente originaria, valdría más la pena.
ÁSS