Hay suicidios utilitarios: hombres endeudados y a punto de perder todo se mataban para proteger a su familia. Táctica desde Roma hasta los banqueros de hoy. O heroicos: el que se mata para defender su familia, patria, clan. Pero los héroes son productores de admiración y discursos. El pasmo viene del otro lado: el suicidio que desemboca en un silencio sin significados, sin sentido.
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En el ITAM bien saben quién fue Durkheim, y que su análisis parece ciencia primitiva, pero es valioso: el suicidio de quien no halla sentido en vivir crece en las épocas de cambio: cuando las sociedades feudales, estables, plenas de “conciencia social”, quedan masticadas por los engranes de la industrialización.
El ITAM atendió la receta de Durkheim: fortalecer la organización social… con un problema: enfocaron la atención a víctimas. Lectura parcial: la organización social se fortalece con la conversación y la creación de espacios que produzcan sentido. Y para eso es el diseño de las carreras: una oferta teórica y práctica, ofrecida a alumnos que vienen con sus propios intereses y posibilidades. Pero las nuevas generaciones llegan en la ausencia de diálogos y discusiones. Ya no se reúnen en el café, o la casa de alguno, para continuar lecturas, atar cabos sueltos de la academia o tallerear escritos. Y arriban a la vida universitaria cuando la verdad está en entredicho y abundan los medios construidos para mentir deliberadamente; cuando urge cambiar fuentes de energía en las formas de producción, pero nada sucede; cuando el capitalismo está en crisis. Su lugar en la sociedad se ha vuelto oscuro y difuso: el mundo no les ofrece ni plazas de trabajo, ni mejoría económica ni cambio social. Mucho trabajo para quedar igual, o peor.
El infierno que Marx veía en la vida obrera parece alcanzar a los universitarios, que debieron encarnar la promesa y recibir la estafeta del progreso. Basta comparar las perspectivas profesionales de los actuales estudiantes con aquellos de los años noventa que, sin terminar sus estudios, recibían ofertas de trabajo pletóricas de billetes en casas de bolsa, bancos, instituciones financieras. Todo parece en crisis: las formas de producción, la naturaleza de los derechos, los sexos y los géneros, las clases y las relaciones sociales. Sin utopías, abrumados de denuncias, quejas, enojos, muchos solo saben su lugar de víctimas, no de partícipes o constructores de una tradición.
Hay algo de impúdico y cruel en considerar los actos como datos. Sobre todo cuando implican la acción radicalmente individual de una persona consciente: el suicidio es un acto decisivo, final, definitorio y definitivo. Pero hay que señalar un cambio inmenso en la historia. El juicio ético, desde Aristóteles, era una intelección de símbolos y el acatamiento de una verdad exterior e independiente de la voluntad subjetiva: el conocimiento es virtud; la virtud es conocimiento. Y esto se rompió con Rousseau y los románticos, que cambiaron el eje de los juicios. Ya no es un asunto de exterioridad; el punto central del acto ético es la congruencia, la integridad… con uno mismo. El yo como punto original y piedra de toque del valor ético.
No se vale hacer juicios respecto de la voluntad, entereza, locura o cobardía de ningún suicidio. Pero muchos tienden a creer que una víctima no puede ser sino víctima; que el victimario es necesariamente otro, porque ninguna víctima es culpable. Y bien, el suicidio da por tierra con esta ramplonería: el suicida bien puede ser una víctima culpable. Cada caso, uno por uno. Los juicios no son intercambiables ni genéricos, pero parece haber desaparecido la capacidad de entender que en un suicidio la víctima y el asesino son la misma persona; que hay suicidas que son plenamente dueños de su acto, y que es una segunda crueldad borrar una acción llevada a cabo por propia voluntad libre. La ética de la integridad personal, independiente del mundo y autosustentada comenzó considerando al suicidio como un salto definitivo a la libertad. Werther: “querría abrirme una vena que me diera la libertad eterna”.
Es la pregunta filosófica más importante, según Camus. Es el lugar de Antígona y es recurso moral de Séneca, quizá de Montaigne. Es también la pétrea admiración de Handke ante el suicidio de su madre: “lo hizo, al fin, se atrevió y lo hizo…”. Y es, en una lectura de Chesterton, un recurso de venganza radical, porque el suicida no mata a una persona sino a “todos los hombres; por lo que a él concierne, arrasa con todo el mundo”.
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