Durante cuatro siglos, un popular aforismo del escritor jesuita Baltasar Gracián nos ha conminado a ejercitar la concisión: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Lo que Gracián no apuntó es que la búsqueda de la brevedad es una faena de largo aliento. Y esmero, mucho esmero.
Pienso en esto cuando Laia Jufresa me cuenta una anécdota similar. Alguna vez, Blaise Pascal escribió una carta muy extensa que remató con una disculpa elocuente: “He escrito esta carta tan larga porque no he tenido tiempo de hacerla más corta”. Matemático ejemplar, el inventor de la calculadora mecánica también sabía que la mejor escritura se obtiene por sustracción: restando.
“Escribir cosas breves es lo más difícil. Llegar a la sencillez toma mucho tiempo en cualquier arte”, apunta Jufresa desde el departamento que comparte con su marido y su hija en Edimburgo. La mención a la familia viene a cuento porque este trío protagoniza Veinte, veintiuno, la publicación más reciente de la escritora mexicana, disponible en español en una edición de Random House.
Como tantas familias en el mundo, Laia, Olivia y Tod se descubrieron ante una situación atípica cuando la pandemia de covid-19 irrumpió en 2020. Privados del exterior y obligados a compartir el mismo espacio durante horas, accedieron a la dimensión del asombro por lo cotidiano. Olivia, por entonces, era una niña en la etapa más fecunda de su creatividad. Es decir, la edad en que uno adquiere la capacidad de inventarse un lenguaje propio.
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De modo que Veinte, veintiuno es, como sugiere el título, un libro que transcurre en los primeros años del confinamiento. Sin embargo, no se trata de un diario de pandemia —por lo menos, no uno convencional—, sino de un registro de lo infraordinario, como diría Georges Perec, y de una lengua condenada a la fugacidad.
Con estas palabras lo describe Jufresa en la página 66:
“Este texto es una colección. Es un intento por preservar un idioma que nunca será ni sólido ni serio. [...] En resumen, el idioma que construimos los tres juntos y encerrados y que, al igual que esas lenguas que ya sólo hablan dos viejos en un monte, está destinado a desaparecer”.
¿Cómo condensar cinco estaciones de un confinamiento en 140 páginas? ¿Cómo convertir esas páginas en un material literario estimulante? ¿Cómo opera en el cerebro la condición de políglota? ¿Cuál es el valor de saber abrazar el caos en los procesos creativos? Sobre estas preguntas ahonda Laia Jufresa (Ciudad de México, 1983) en la siguiente conversación.
El tono del libro es tan íntimo que nos deja sentir que las distancias se acortan. De pronto estamos contigo en alguna calle de Edimburgo o en algún rincón de tu departamento. ¿Cómo se logra ese efecto?
Doy una clase que se llama “El arte de la teletransportación”. El primer trabajo de los escritores hoy en día es lograr que el lector no vea su teléfono por un rato. Para lograr eso tienes que teletransportarlo, que tenga la sensación de estar en otro lugar. Eso se logra con el uso del tiempo verbal en presente, pero también, y sobre todo, con la construcción de un espacio narrativo en el que el lector tenga la sensación de poder entrar y quedarse un rato. Me obsesionan los espacios interiores, la intimidad y las relaciones que se dan ahí. Yo pienso la escritura en términos espaciales, y pienso mucho en cómo creamos otros espacios al escribir. Por eso la comunidad que lidereo se llama “Escribir es un lugar”.
¿Cuánto artificio hay en un libro cuya materia prima es tu propia realidad?
Muchísimo. Tal vez la palabra “artificio” puede tener una connotación de trampa, pero si tu pregunta es cuánta artesanía hay en esta pieza, yo diría que todo. En especial con un tipo de escritura como la de este libro, que debe dar la sensación de sencillez.
¿Cómo alcanzas esa sencillez?
Este libro lo escribí en paralelo de haber fundado “Escribir es un lugar”, un espacio donde escribimos juntas todos los días. Es una comunidad que existe para ayudar a escritoras a vencer la procrastinación y a generar el hábito de la escritura, pero de paso me sirvió a mí. Nunca había escrito tan rigurosamente. Y es como ir al gimnasio todos los días: el músculo se fortalece. La escritura es un músculo. Esa práctica hizo que mi arte fluyera mejor.
Has vivido —y escrito— en varias ciudades. ¿El contacto con otras lenguas ha modificado tu relación con la escritura y con el lenguaje?
Absolutamente, es un porcentaje muy importante de lo que hace a mi escritura lo que es. Casi siempre se trata de un proceso de autotraducción, porque cuando tomo notas lo hago en tres idiomas. En mi primera novela, Umami, cuatro de las cinco voces las escribí primero en inglés y luego las traduje. Así encontré el tono de cada voz. Me doy mucha libertad al crear el primer borrador, porque si me detengo a pensar, corto el flujo. Entonces, mis borradores son pochos e ilegibles, y tengo que encontrar cómo traducirme. En esa búsqueda está lo que algunas personas llamarían “mi estilo”. Un idioma estructura la cabeza, por eso los niños que son bilingües o trilingües se tardan más en aprender a hablar, porque tienen que establecer estructuras más complejas.
¿Los momentos en los que no se escribe también forman parte de la escritura?
Totalmente. Para mí, el gran logro en cualquier proceso creativo es conseguir estar presente. Un niño entra y sale de ese estado sin ninguna dificultad. A los adultos nos cuesta mucho trabajo entrar en ello. Ese grado de presencia los adultos lo encontramos sólo a través del juego, de la improvisación… Es algo que no se hace visible en los procesos, pero que practicamos en otras cosas. En los momentos de no-escritura, cuando somos observadores, es fundamental ir por el mundo con las antenas paradas. La narrativa necesita cuerpo, necesita los cinco sentidos. Entonces, ir por el mundo poniendo atención es un entrenamiento, para el narrador, igual de importante que la presencia y que escribir párrafos malos que luego hay que limpiar.
Una de las virtudes de este libro es, precisamente, la atención plena a lo infraordinario, que además se intensifica en un contexto como el confinamiento.
Cuando la gente lee este libro, le da nostalgia de su propia experiencia del confinamiento. A mí me da nostalgia porque, en cuanto lo terminé, dejé de prestar esa atención a mi cotidianidad. Durante dos años, anoté todo lo que mi hija decía. Eso es lo que siento que perdí al terminar ese libro, y no he logrado volver a poner tanta atención en mi vida.
ÁSS