Cuando mi esposa Paty y yo fuimos a Cuautla, al día siguiente de la muerte de José Agustín (acaecida el 16 de enero) para acompañar a Margarita y a sus hijos, estaba yo seguro de que en su casa nos íbamos a topar con una multitud de periodistas, fotógrafos y escritores. Sin embargo no fue así; algo que no dejó de sorprendernos habida cuenta del revuelo que causó la noticia de su defunción. En la casa de Cuautla solo estaba la familia, un par de amigos y vecinos y, algo que es de subrayar, otro poeta: Rafael Vargas. Pero tampoco es extraño: a José Agustín le gustaba mucho la poesía, adoraba a Rimbaud, sabía de memoria poemas de García Lorca y Rubén Darío y sé que leyó muchos de mis libros. Incluso intentó escribir poemas, aunque nunca se animó a compartirme sus intentos. Ese día en su casa, donde vivía desde 1977 rodeado de los bellos cuadros de su hermano Augusto, el gran "Guti", todo resultó muy íntimo, sencillo y cálido, mientras se llevaba a cabo la cremación.
El 2 de enero de este año, en su último mensaje público dado a conocer por sus hijos, José Agustín tras recibir la extrema unción dijo: "con esto ya mi trabajo aquí se va terminando". En realidad su trabajo —tal y como se lo expresé a Margarita en su momento— había quedado terminado el día del infausto accidente que casi le costó la vida hace quince años y que lo sumió en una espiral descendente de la que ya no se pudo recuperar nunca. Su familia y toda la gente que se hizo cargo de él en estos últimos quince años saben el infierno que le deparó a José Agustín el lamentable accidente. Desde el momento en que vi la noticia el día mismo de su caída —el primero de abril de 2009— me di cuenta de que José Agustín había sido una víctima de su popularidad. El escritor más famoso de México fue sacrificado —como en un ritual prehispánico— por sus admiradores que provocaron su aparatosa y trágica caída en el foso del Teatro de la Ciudad en Puebla mandándolo a terapia intensiva, donde permaneció por más de tres semanas con seis costillas rotas, una lesión en la oreja izquierda, otra en el tórax y una más en el cráneo.
En noviembre de 2006, en la clausura del Congreso de Contracultura organizado por Carlos Martínez Rentería en Lagos de Moreno, Jalisco, en una mesa donde me tocó participar con el poeta Sergio Mondragón y el roquero Fausto Arrellín, José Agustín, contra su costumbre, según lo hizo constar él mismo, no leyó ningún texto sino que improvisó un discurso. Dijo unas palabras tan conmovedoras pero, al mismo tiempo, tan patéticas, que las entendí como una despedida. Tanto así que tras el evento le pregunté discretamente a Margarita si José Agustín estaba enfermo. Ella se mostró muy sorprendida y me dijo que no, que para nada. Se lo comenté también a Mondragón, y resultó que él tampoco lo había entendido así, de tal manera que di por sentado que estaba yo leyendo de más.
Un par de años después, en febrero de 2009, y apenas un par de meses antes de su accidente, viajamos en familia a uno de sus lugares favoritos: Chalcatzingo, con sus montes labrados y ruinas prehispánicas alucinantes. Pedro Moreno, otro fan irredento del rock y querido amigo de todos nosotros, nos acompañó en ese viaje. En su texto, “José Agustín, cerca del cielo”, escrito y publicado hace un mes y medio, Pedro Moreno dice: "Con José Agustín se equivocaron todos los críticos que auguraron que su literatura no tendría futuro. Sus libros se siguen vendiendo y los leen nuevas generaciones como lo confirman las recientes reediciones de prácticamente todos sus libros”.
Ese viaje a Chalcatzingo —un lugar al que, por cierto, viajó también con Carlos Castaneda— fue la última ocasión en que vi a José Agustín en su plenitud: brillante, de excelente humor, dicharachero y lleno de energía. Lo que vino después es otra historia. Sin embargo, tal y como me lo platicó su hijo Andrés, Chalcatzingo nunca dejó de atraerlo con fuerza. El último viaje que hicieron él y su papá solos, apenas el año pasado, fue precisamente a ese lugar. Frente a un rico adobo y unas chelas bien frías, Pep Coke Gin (así le decía Parménides) le dijo: "esto es lo que yo llamo disfrutar la vida".
Son muchos los recuerdos, música y lecturas compartidas, comidas, conversaciones y viajes que se me concedieron vivir con el autor de Se está haciendo tarde (final en laguna). Pienso en el viaje que hicimos con nuestras respectivas esposas a Wiesbaden, en Alemania, donde buscamos algunas rarezas de Krautrock. O el tiempo compartido en la Universidad de California, en Irvine, mientras escribía su libro La contracultura en México.
Otro ejemplo significativo —además de los que ya he mencionado— para aquilatar sus intereses y sus relaciones, así como la riqueza de su vida sucedió en diciembre de 2002, cuando José Agustín participó, junto con Sergio Mondragón, José Vicente Anaya, Juan José Gurrola, Carlos Martínez Rentería, Benjamín Anaya y yo, en el homenaje al poeta Lawrence Ferlinghetti en la Sala Ponce del Palacio de Bellas Artes. La Sala Punks. Una noche memorable que terminó, por supuesto, muchas horas después en La Ópera. Simplemente no queríamos que aquella convivencia se acabara. Por allí deben estar las fotos que nos tomó Héctor García para dejar constancia. Y es que los Beats siempre fueron un faro indispensable para José Agustín, como para muchos de nosotros, y para millones en todo el mundo. En su último libro de ensayos, Vuelo sobre las profundidades, José Agustín les dedica un lúcido texto, centrado en Ferlinghetti, pero extensivo a los demás Beats que, a mucha honra, me dedicó.
En este ensayo, Los beats y la noche mexicana, afirma José Agustín de esa generación que incluyó a Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Gary Snyder, Philip Lamantia, Michael McClure, y al mismo Ferlinghetti, por solo nombrar a los más conocidos:
Todos coincidían en una profunda insatisfacción ante el mundo de la posguerra, creían que se debía ver la realidad desde una perspectiva distinta y crear un aire libre, desnudo, confesional, personal, social y generacional, coloquial y culto a la vez, que tocara fondo y rompiera con las camisas de fuerza de los cánones estéticos imperantes.
No otra cosa hizo José Agustín. Y creo que no le habría disgustado en lo absoluto escuchar o leer estas palabras sobre los Beats aplicadas a su propia obra. Es como si él mismo hubiese escrito un retrato hablado del anhelo que gobernó su trabajo. Desde una profunda insatisfacción, vio la realidad desde una perspectiva distinta a la de los cánones imperantes en México y supo darle forma con un lenguaje libre, confesional y personal, coloquial y culto a la vez.
Hace siete años, hacia finales de febrero del 2017, se llevó a cabo un homenaje en Acapulco —su tierra natal de elección— para celebrar los 50 años de la publicación de su novela De perfil. Para esa ocasión festiva y de convivio entre amigos escribí el siguiente comentario:
De perfil no solo consiguió con su sabiduría narrativa y vital legitimar el lenguaje coloquial de los jóvenes de la Ciudad de México de mediados de los años sesentas, sino que le dio voz a una generación y un estrato social que no se habían hecho presentes en la literatura nacional como protagonistas: los adolescentes urbanos y clasemedieros de la ciudad de México, con sus muy peculiares rasgos, actitudes y formas de hablar. Un libro fundacional donde el ritmo del rock lleva la voz cantante aunque en su trama casi no se haga presente, como sí lo haría de manera notoria en sus siguientes libros. El rock es la música de fondo en De perfil: el aire en el que se mueven sus jóvenes personajes.
La facilidad y la capacidad narrativa de José Agustín se hizo evidente desde sus primera obras y no lo abandonó nunca. Se trata de una feliz facilidad que muchas veces me ha hecho pensar, trazando un paralelismo, en el cine de Woody Allen: un narrador cinematográfico genial aún en sus películas menos logradas. Un narrador que con un par de escenas y diálogos ya tiene metido al espectador en la trama y dispuesto a abdicar de su escepticismo y a disfrutar de la aventura. Con José Agustín pasa lo mismo: no se puede decir que todos sus libros sean obras eximias, pero su maestría narrativa triunfa vez tras vez. Un creador nato de personajes que nos invita a la suspensión voluntaria de la incredulidad. Por eso —entre otras razones— se le lee y se le seguirá leyendo.
En este sentido, estoy muy de acuerdo con lo que escribió hace 50 años sobre su libro emblemático Ramón Xirau: "Hoy, y sobre todo en el futuro, De perfil es y será un documento del tiempo que vivimos. Es, a pesar de gestos, altavoces, desapegos y cinismos, la novela de quien busca, sabiendo que no habrá de encontrarlo, el paraíso de la inocencia perdida una vez que se ha perdido la historia".
Larga vida a tus libros, querido José Agustín.
AQ