La vigencia del pensamiento de Carlos Fuentes es sorprendente. Sus temas son múltiples, como es natural en un escritor de una talla intelectual tan poco común. El autor de La región más transparente estuvo siempre atento a los vaivenes del espíritu pero también del mundo: historia y literatura, filosofía, política y cultura, formaron parte sustancial de su musculoso corpus creativo. Acaso, si hay un tema que lo desborda y del que casi no escribió, haya sido la ciencia, pues Fuentes era un escritor que concebía el tiempo más como imaginación que como una consecuencia física, sin las ataduras de un mundo que ha sobrevalorado el cartesianismo y la infalibilidad del positivismo.
Fuentes prefiere, como Borges, traspasar los velos de la realidad mediante la palabra para penetrar el mundo y sus misterios. Con él están, en este orden, Cervantes, Balzac y Faulkner, después Kafka y tras ellos un largo etcétera que abarca dos mil quinientos años de tradición y que alimentará su literatura para llegar a la conclusión de que la novela, su más refinada herramienta de conocimiento, alimentada de memoria y deseo, pasado y futuro, lenguaje e imaginación, altera la conciencia.
Y es que para Carlos Fuentes un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano. El libro, dice, nos habla de nosotros mismos y nuestras facultades para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás. El libro sugiere que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforma el deseo en experiencia y la experiencia en destino. Nos expone a la existencia del otro y propone que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más—. “El libro es memoria verbal de todos los tiempos vividos como deseo aquí y hoy”, escribe en su libro capital En esto creo, publicado en 2002 por la editorial francesa Grasset, donde hace un profundo repaso a los temas e ideas que, ya en su más sólida madurez, sustentaron el andamiaje reflexivo de su pensamiento.
Carlos Fuentes fue un explorador de la naturaleza y la condición humanas y llegó a hablar de renovación del alma en sus disertaciones más filosóficas. La educación como motor de la politización ciudadana es la herramienta central de toda civilización que se precie de serlo. “Para que la cultura viva, se requiere un espacio crítico donde se trate de entender al otro, no de derrotarlo, y mucho menos de exterminarlo”, sostiene.
Para Fuentes, los totalitarismos del siglo XX eran ya una advertencia de que tenemos la obligación de ser felices o corremos el riesgo de convertirnos en insectos. “La libertad no nos es dada”, subrayaba, “la debemos hacer y la hacemos buscándola”. ¿Dónde? En nosotros mismos, por supuesto, ya que somos fruto de la experiencia, la necesidad, el azar y, en última instancia, de la libertad que esta búsqueda nos proporciona.
En la obra de Carlos Fuentes hay siempre una reflexión central sobre el tiempo, la experiencia y el destino. El presente, como decía Faulkner, empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo hoy, por lo que nuestro deber es vivir, entender y sufrir el pasado, el presente y el futuro en una tensión temporal que le da una dimensión especial a la historia, la cual nos enseña que en los días luminosos el ser humano crea comunicaciones, artes, adelantos médicos y científicos, y que penetramos los espacios que aún desconocemos del universo infinito. Sin embargo, también nos dice que, si bien somos capaces de crear amistad y amor, en las noches más turbias de la historia dejamos que se muera de hambre la tercera parte de la humanidad, le neguemos la escuela a la mitad de los niños del planeta y le cerremos el acceso a la libertad corporal a las mujeres. En este sentido, Fuentes advierte sin ambages y en tono firme, abriendo una enorme ventana al futuro que ya es presente: “Continuaremos expoliando a la naturaleza como si nuestra arrogante saña llegase a negarle al aire, al agua, a los bosques, el derecho a sobrevivirnos. Retraso moral y político más que progreso científico, material y tecnológico”.
El pensamiento de Carlos Fuentes pertenece a un tiempo, el siglo XX, pero sobrepasa ese marco temporal para situarse en un presente continuo donde nos habla con inteligencia visionaria. Al hacer un balance de ese tiempo, de las guerras mundiales, del fascismo y la Guerra Fría, nos ofrece una lección que hoy, diez años después de su muerte y veinte después de reflexionarlo, parece un oráculo que hemos olvidado, y apunta que la segunda mitad del siglo XX ha vivido hundida en un maniqueísmo a ultranza —los buenos aquí, los malos allá—, y que el sometimiento total de Europa Central a la dictadura soviética tuvo un precio: la inestabilidad del mundo.
No obstante, en su ADN vibra poderosa la América Latina, en la que cree firmemente, pues es, sostiene, mar de encuentros y puente. Y como hijo de un encuentro, consciente del choque, el deseo y la destrucción que le dieron forma, de la catástrofe que representó el nacimiento de eso que llamamos Iberoamérica, considera que, si de tal hecho hemos nacido, nuestra labor es redimir el derrumbe de aquellas civilizaciones que se mezclaron en nosotros, mayoritariamente mestizos.
Carlos Fuentes: “El libro es memoria verbal de todos los tiempos vividos como deseo aquí y hoy”. (Foto: Rick Maiman)
Carlos Fuentes entiende parte de nuestra cultura como una continuidad interrumpida, consciente de su fragilidad y condenada a sucumbir de pura sorpresa, pues las profecías se cumplieron y llegó el otro. El legado, señala, está en el debate iniciado por frailes como Bartolomé de las Casas o Antonio de Montesinos sobre los derechos humanos y universales. Pero también, agrega, poseemos una cultura del asombro, la ironía, la paciencia, la memoria… y a veces el rencor: la creatividad de Kondori, el indio arquitecto del Perú; del escultor mulato Aleijadinho, de Brasil; de la poeta mexicana Juana de Asbaje. El barroco americano, sostiene, suple los abismos de la utopía del Nuevo Mundo.
En el nacimiento de las nacionalidades iberoamericanas, nos enseña Fuentes, vivimos sueños constitucionales y de independencia, con héroes como Bolívar, Juárez, San Martín, gracias a los cuales volvimos a tener estatuas. Por desgracia, advierte, no se atajó la desigualdad. Y nacieron los caciques de un aislamiento que, afortunadamente, no impidió el surgimiento de la continuidad cultural de Iberoamérica y una conciencia de la vigencia de las tradiciones que la conforman: afroamericana (Lam, Carpentier), indoamericana (Tamayo, Arguedas), euroamericana (Reyes, Matta, Borges), y, con estas tradiciones, los dos más grandes poetas del siglo XX latinoamericano: el chileno Pablo Neruda y el peruano César Vallejo, al que debemos añadir al mexicano Octavio Paz. Entidad mestiza, Iberoamérica ha dado al mundo genios como los de Chávez, Villalobos, Barragán, Niemeyer, Orozco, Portinari, Soto; pero también una cultura popular y universal encarnada en Cantinflas, Sandrini, Discépolo, Agustín Lara, Carlos Gardel, Lucha Reyes, Celia Cruz...
Hay algo más que Fuentes no olvida y que forma parte de nuestra esencia e identidad al otro lado del Atlántico, nuestra otra mitad: España, la de las tres culturas: judía, árabe, cristiana; la de Alfonso el Sabio, Fernando de Rojas, Cervantes y Velázquez, la “realidad fundada en la imaginación”; la de Quevedo, Góngora, Goya y la crítica de la beatitud de la modernidad; la España de los primeros parlamentos europeos: León, Cataluña, Castilla; la de la Constitución liberal de Cádiz; la España de la República niña, como apuntaba María Zambrano; la España que habla con nosotros la segunda lengua occidental y la cuarta a nivel mundial. Con sus matices, afirma Fuentes, la lengua nos une, pues “somos el Territorio de la Mancha. Manchados, impuros, mestizos, abiertos por fuerza a la comunicación, las migraciones, la confianza en nuestra aportación al mundo. Somos los escuderos de Don Quijote”.
Carlos Fuentes tenía presente que el sentido de toda cultura es enseñar al espectador a hacerse cargo críticamente de las imágenes que recibe, del mundo que ve y experimenta. Porque, como indica Wittgenstein, hay que poner en crisis nuestras ideas fijas, nuestras verdades adquiridas, y obligarnos a repensarlo todo, incluso lo que no queremos repensar porque ya es parte de nuestra arquitectura mental y nuestra armadura moral. Así también nuestras ideas políticas, que para Fuentes son parte central de la experiencia humana. En este sentido, su postura es bastante clara: “Frente al poder, la única oposición viable es la socialdemocracia de centroizquierda”. Y lanza un advertencia al futuro; es decir, al deseo que se hace presente: “Tenemos derecho”, sostiene como si estuviera leyendo lo que ocurre hoy y amonestara a nuestros debates políticos, “a confiar en una izquierda democrática postsoviética que le devuelva poder a la gente en un marco de atención a las prioridades del orden social: salud, educación, techo, trabajo, salarios, infraestructuras, derechos de la mujer, cuidado de la tercera edad, respeto a las minorías sexuales y a la libertad de expresión, protección a las etnias, combate al crimen, seguridad ciudadana. Una izquierda menos ideológica y más temática”. Porque la izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser, precisa, una izquierda de lo que debe ser. “Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda”. Éste, argumenta, sería el desafío para la izquierda del siglo XXI: “aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron durante el siglo XX”, un siglo que Fuentes vivió, comprendió y pensó con lucidez.
Toda materia, y el cuerpo lo es, contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca, pues vivimos una época que es la nuestra, pero somos espectros de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No desprendernos de estas promesas de la muerte, aseguraba Fuentes, es la garantía de que podremos sobrevivirnos a nosotros mismos. Y ese es, asimismo, el contexto de la mejor arma que tuvo en sus manos Carlos Fuentes para contarnos de manera intermitente, desde el ayer hacia el mañana que siempre es hoy, su visión del mundo: la novela, espacio dichoso donde todo puede decirse e inventarse porque lo no dicho es desdichado y “al decir, la novela hace visible la parte invisible de la realidad”, que es múltiple y nos abarca a todos en un espacio democrático y perfecto donde leer es pensar e imaginar, encontrar por nosotros mismos un repertorio de posibilidades que, una vez más, transformen el deseo en experiencia y la experiencia en nuestro propio destino, si somos capaces de aspirar a la libertad.
AQ