Las rosas de Orwell

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Rebecca Solnit retrata al autor inglés con todas las complejidades de un hombre que luchó no por un mundo perfecto, sino por un mundo mejor.

George Orwell fue pionero en denunciar los riesgos y falacias de las ideologías totalitarias que prometían paraísos.
Armando González Torres
Ciudad de México /

A mediados de los años 30 del siglo pasado, el joven escritor George Orwell vivió en Wallington, un poblado inglés, donde puso una paupérrima tienda, crio animales de granja, cultivó verduras y trató de reanimar un jardín, sembrando algunos rosales. Este breve episodio de sosiego campirano estuvo rodeado por dos tortuosas travesías: primero, Orwell viajó al Norte de Inglaterra para documentar, de modo desgarrador, el infierno que enfrentaban los trabajadores de las minas de carbón, en su libro El camino a Wigan Pier. Después, se sumó a los defensores de la República española y viajó a ese país donde se azoró por el enfrentamiento fratricida entre izquierdas, fue herido y estuvo a punto de morir, lo que describe en Homenaje a Cataluña.

En medio de esta profusión de miseria y muerte, Orwell sembró flores. Con excepción de Simone Weil, resulta difícil pensar, en el siglo XX, en un escritor con un apostolado social tan intenso, lúcido y consistente, como el de George Orwell. El niño que frecuentó, con becas, las escuelas de élite, en cuanto tuvo poder de decisión, dejó el sendero del ascenso mimético y, en un insólito aprendizaje, decidió vivir de primera mano la vida de los pobres, padecer sus penalidades y apostar por su emancipación o, mejor dicho, por su dignidad. Por eso, fue pionero en denunciar los riesgos y falacias de las ideologías totalitarias que prometían paraísos, así como la falta de integridad de muchos de sus colegas intelectuales que preferían la propaganda a los hechos. Porque Orwell tenía demasiado sentido común como para buscar un mundo perfecto, pero luchaba por hacer prevalecer la decencia, la solidaridad y la autenticidad en las relaciones humanas.

En Las rosas de Orwell (Lumen, 2022), la ensayista Rebecca Solnit abre una nueva y luminosa dimensión del escritor, como un hombre a la vez huraño y altruista; idealista y pragmático; ascético y gozoso de los dones de la naturaleza. En su cuidada y brillante prosa, y no sin deliciosas dispersiones por la historia vegetal o el cultivo de las rosas, Solnit va exponiendo, más que una biografía, las sutiles riquezas de una alma fraterna y va trazando una compleja genealogía intelectual y espiritual.

No es extraño que el enamorado de las flores defendiera la vida privada, el albedrío individual, el amor y las alegrías que, en ese entonces, eran objeto de censura en los despotismos. Su afición floral habla, también, del carácter de su propia estética, que desconfía de las abstracciones y cree en las fugaces, pero reales epifanías. Su afición por la naturaleza proviene, además, de una conexión espontánea con el entorno, de su desconfianza del culto al progreso y de su aguda consciencia de que el lujo y el ocio de algunos cuesta la miseria y el sufrimiento de muchos.

Acaso tanto en su cultivo de las palabras, como en su cultivo de las rosas, Orwell buscaba hacer florecer algo que, más que redimir, iluminara el mundo e ilustrara su carácter verdadero y tangible.

AQ

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