No concibo el futuro de otra manera que como un presente exacerbado. Lo que será ya está ocurriendo en este momento. Así que muy lejos de mi interés se encuentran los augurios políticos y las predicciones tecnológicas. Me tiene sin cuidado que la FIFA pueda proyectar la intervención de dos árbitros en la cancha o que en pocos años desaparezca el papel moneda. Por otro lado, la posibilidad de que la buena literatura termine arrinconada en el sótano oscuro de las bibliotecas universitarias no alienta mis temores porque eso es justamente lo que observamos ahora.
La lectura del futuro me parece un asunto baladí, de apostadores o corredores de bolsa. La flecha del tiempo da muy pocas veces en el blanco. Ya olvidé, por traer a cuento dos ejemplos flagrantes, la hora de la historia reciente en que fue vaticinada la muerte de la novela o la del teatro cuando el Bicho trastocó nuestra existencia. Como constata el presente, los oráculos erraron el tiro: la novela experimenta una escandalosa y arbitraria prosperidad; el teatro, aunque maltrecho, sobrevive en los pequeños foros a golpes de arrojo y pasión.
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Es cierto: desde Cyrano de Bergerac hasta Margaret Atwood, pasando por Julio Verne, H. G. Welles y un próspero etcétera, la literatura ha caído en la tentación de imaginar o lamentar un futuro posible. Pero a estas alturas del deterioro global no creo convincente asumir el papel de un nuevo Tiresias cuando en la actualidad, todo lo que llega hasta nosotros en forma de noticia, rumor o descubrimiento, no sólo prefigura sino confirma el futuro.
No hay que ser una de las tres brujas que acechan a Macbeth para pronosticar que la guerra más cruenta que experimente el planeta será por el agua porque esa guerra ya se libra en varios frentes; o que miles de especies animales ocuparán sólo el espacio de una ficha al pie de página en una enciclopedia ilustrada porque ya se están despidiendo de nuestro planeta; o que la inteligencia artificial tomará el lugar de las habilidades humanas porque basta asomarse a la revista Scientific American para cerciorarse de que tal contingencia ya se pasea entre nosotros. Bienvenidos al futuro conjugado en tiempo presente.
En la novela que cierra Maddaddam (publicada en 2013), la trilogía en la que Margaret Atwood plantea el fin casi inminente de la humanidad después de una mortífera pandemia, los sobrevivientes de ese mundo habitado por depredadores y creaturas genéticamente modificadas deben echar mano de aquellos atributos que en otros tiempos sirvieron de fermento a las artes, la filosofía, el canto, las festividades: el amor, la solidaridad y la clemencia. Son atributos que no hemos olvidado del todo, a pesar de las monstruosidades que campean despreocupadamente por nuestra vigilia.
Así que mientras el juego de las anticipaciones continúa desvelando a las mentes más brillantes y arruinando a los agoreros más enfebrecidos, es posible mirar hacia atrás y refugiarse en la sabiduría del viejo maestro budista que, a la pregunta por la razón de su buen estado, respondió: cuando como… como; cuando duermo… duermo; y cuando trabajo… trabajo.
AQ