La historia peruana, rasgada de conflictos y divisiones, ha sido un escenario propicio para su narrativa. Si los escritores nos alimentamos de las diferencias y los contrastes, el Perú ha sido un paraíso para la creación. El desarrollo de la novela peruana es una prueba de que el género necesita de sociedades resquebrajadas, en proceso de formación. La novela en una sociedad armónica y utópica sería tan aburrida como irreal.
En unos pocos años se cumplirán cinco siglos del inicio moderno de esta historia. Con la Conquista (la captura de Atahualpa, el último inca, ocurre en noviembre de 1532) se inicia un nuevo proceso de contrastes y desigualdades, cuyas fracturas hasta hoy no se han soldado. La cultura, el arte, la literatura que emerge de ese proceso es de una riqueza extraordinaria. Sus nudos son resultado de la confluencia de abismos, voces que se entremezclan, desde distintos ángulos de la historia.
Puede decirse por tanto que la narrativa peruana ha reflejado los contrastes de un país dramático. Este dramatismo, hecho de un universo de diferencias y discriminaciones, parece una proyección de su historia y también de su geografía. Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo señala que es uno de los países con más diversidad natural en el planeta, albergando 28 de los 32 climas conocidos en el mundo. Picos de montañas como el Huascarán, lagos de agua helada a más de cuatro mil metros como el Titicaca, ríos frondosos como el Amazonas, abismos marinos como el que se encuentra frente a las costas marinas de Paracas, selvas, desiertos, manglares: la geografía parece haber imitado los contrastes de la historia social y cultural. Centro de la inmigración, las costas peruanas han estado marcadas durante siglos por etnias venidas de África, Asia, Europa y Oceanía. Centro de la civilización, los incas erigieron una capital a la que llamaron “el ombligo del mundo”. De estos procesos complejos, consecuencia de un mestizaje que se sigue renovando, surge una identidad problemática, llena de desafíos. Es una identidad en movimiento. Habitantes de diferentes geografías, los personajes de las novelas peruanas son unos individuos caminando en un laberinto de diferencias. En su Último Diario, José María Arguedas afirmó: “Todas las naturalezas del mundo en su territorio, casi todas las clases de hombres”. García Lorca exclamó en uno de sus poemas: “¡Oh, Perú de metal y de melancolía!”
El primer gran escritor peruano, el Inca Garcilaso de la Vega (Gómez Suárez), le da forma literaria a este conflicto. En sus Comentarios Reales (1609), cuenta las historias del imperio perdido, que él quiere reconstruir en las palabras. El mismo, hijo de un español y de una ñusta, es una encarnación de esa dualidad. En su gran libro, el Inca se proclama mestizo con orgullo (“me lo llamo yo a boca llena, y me honro con él”) y hace una historia de la civilización cuyo centro es el Cusco (“que fue otra Roma en aquel imperio”).
Su visión idealizada del imperio inca contrasta con otro libro, contemporáneo al suyo, escrito entre 1600 y 1615. Se trata de la Primer Nueva Crónica y buen gobierno, un documento de más de mil páginas, dedicada al rey Felipe III de España. Su autor es Felipe Guaman Poma de Ayala, cronista bilingüe, traductor y viajero, originario de Ayacucho. Todas las injusticias y los abusos de las autoridades coloniales aparecen allí en un castellano mezclado con el quechua. Poma sostiene en su documento que el Perú “es nuestro país porque Dios nos lo ha dado a nosotros.” Propone además un nuevo tipo de gobierno. El rey Felipe por cierto nunca leyó el texto que fue encontrado solo trescientos años más tarde.
Estas versiones del conflicto que realizan el Inca Garcilaso y Guamán Poma se van a replicar a lo largo de los siglos. Luego de la independencia, Ricardo Palma escribe las Tradiciones peruanas (publicadas a lo largo de varios años hasta reunirse como volumen en 1872), como un intento por mostrar esa diversidad. Palma ofrece una galería contrastada de historias, ambientadas en el Incanato, la Colonia y la República. El propósito de Palma, escritor del romanticismo, fue consolidar la identidad de un país a través de los relatos de sus personajes históricos. Poco después aparece la figura de la moqueguana Mercedes Cabello de Carbonera, autora de seis novelas, entre ellas Blanca Sol (1888). La obra de Cabello, en la que hay una abundancia de artículos y ensayos, se centra en su representación de la mujer y la causa de la emancipación de género. Unos años más joven que Cabello de Carbonera, la cusqueña Clorinda Matto de Turner es otra figura de su tiempo. Su actividad como fundadora de revistas, activista de los derechos indígenas y femeninos (fundó la imprenta “La Equitativa”, donde solo trabajaban mujeres), se plasma en la creación de su novela Aves sin nido (1889).
Considerada una precursora del indigenismo, Aves sin nido precede la obra de autores del siglo XX como Ventura García Calderón, Ciro Alegría y sobre todo José María Arguedas. Las grandes obras de este último (especialmente Los ríos profundos y Todas las sangres, de 1958 y 1964) logran un gran pico literario en sus representaciones del mundo indígena. Todas las sangres parece una novela actual. Aunque no proyecta una visión maniquea, está poblada de personajes en conflicto. Allí están los hermanos Aragón de Peralta, las transnacionales, la mina de plata de Aparcora, y el líder indígena Rendon Willka. La convivencia conflictiva es inseparable de la discriminación, el abuso y la violencia.
Esta versión de la violencia iba a continuar de otros modos en la narrativa. No es casualidad que en la primera gran novela de Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1963), la cuadra del colegio militar Leoncio Prado albergue a cadetes, venidos de tan distintos lugares: el serrano Cava, el negro Vallano, el blanco Alberto Fernández, el débil Ricardo Arana, el poderoso Jaguar. En La ciudad y los perros así como en La casa verde y en las novelas que siguieron, Vargas Llosa siguió dramatizando con maestría los conflictos que la sociedad peruana le había ofrecido como materia prima. En La Guerra del fin del mundo hizo una operación parecida con la historia brasileña. Es el gran tema en realidad de la historia latinoamericana.
Otras novelas peruanas como Un mundo para Julius (1971), de Alfredo Bryce Echenique, prolongaron esta visión dramática de la sociedad (en este sentido la relación entre Julius, Vilma y Susan es emblemática). Lo mismo puede decirse de relatos canónicos de Julio Ramón Ribeyro como La piel de un indio no cuesta caro (1964).
La tradición de la narrativa peruana ha seguido dando numerosos ejemplos de obras y autores hasta nuestros días. Sin embargo, las generaciones más jóvenes muestran nuevas rutas y opciones que han roto con esta tradición. Entre los invitados a la FIL de Guadalajara aparecen figuras como Charlie Becerra cuyas obras, influidas por la crónica, han recogido el ambiente de la calle y la delincuencia para ofrecernos libros tan interesantes como Solo vine para que ella me mate. Por su parte Diego Trelles ha novelado con una convicción y rigor magníficos los horrores de la violencia política en libros como Bioy. Distinto es el camino de Alina Gadea que explora los misterios de una casa antigua, basándose en una línea de Martín Adán, en su fina y lograda novela Todo menos morir. Por su parte, Yeniva Fernández integra los espacios de Lima y de su propia intimidad en su muy interesante Siete paseos por la niebla. Otros autores peruanos que asisten a la FIL, dignos de toda mención, han ido modificando la tradición realista, proponiendo géneros como la literatura fantástica, la novela policial y la novela histórica, entre otros.
Cualquiera sea el género, es una narrativa que se seguirá escribiendo, con nuevos abismos, heridas y caminos.
Alonso Cueto
Su novela más reciente es 'Otras caricias', Penguin Random House, 2021
La polémica literaria en Perú
Jesús Alejo Santiago/ México
En septiembre pasado, la delegación de Perú para la FIL Guadalajara sufrió un pequeño terremoto, tras el anuncio de las autoridades culturales entrantes de hacer algunos cambios a la lista de invitados al encuentro editorial, en especial retirarles la invitación a escritores como Renato Cisneros y Gabriela Weiner, entre otros, lo que propició la renuncia de algunos otros, como Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo.
El pasado 7 de octubre juró Gisela Ortiz como nueva ministra de Cultura de Perú, con lo cual las aguas se tranquilizaron un poco, aun cuando las renuncias se mantuvieron, como la de Roncagliolo, quien dijo a MILENIO (25 de septiembre de 2021): “ni siquiera me he planteado la posibilidad de regresar a la delegación oficial: no tengo un problema político, no detesto a nadie, simplemente exijo que nos traten con respeto”.
“Con la nueva gestión, a cargo de la ministra Gisela Ortiz, quien se disculpó con las personas que decidieron renunciar, se está reconstruyendo la relación con ellas, porque el diálogo que tiene el Estado con los escritores no solo es a nivel de feria; hay otras actividades que podrían resultar perjudicadas, por lo que restablecer las relaciones y la confianza es algo básico. La gestión actual lo ha entendido así y estamos en esa reconstrucción”, comentó el coordinador de la delegación peruana en la FIL Guadalajara, Leonardo Dolores Cerna.
Dentro del diálogo para restañar la fractura hay una certeza: la presencia en la capital tapatía no será la única vez en la que deberán unirse esfuerzos para la internacionalización del libro peruano, “por lo que estamos convencidos de que vamos a seguir trabajando con estas personas y con otras más”.
“Son cuestiones que se han superado. La nueva gestión se ha vinculado, se han dado las explicaciones del caso, estamos en buenos términos”, en palabras de Leonardo Dolores, quien ahora espera se concrete la divulgación de la diversidad y riqueza de su literatura.
AQ