Thomas Hobbes nació en 1588, cuando la Gran Armada española amenazaba la invasión de Inglaterra: “Y tanto miedo concibió mi madre que parió gemelos: a mí y al miedo al mismo tiempo”. La autobiografía de Hobbes está en versos, versos de filósofo, y sin embargo, con imágenes de auténtico poeta: el gemelo del miedo.
¿Cobardía, confesar que el miedo es el primer motor? O lo contrario, mejor: por miedo, prevenimos, nos precavemos, calculamos; por miedo inventamos herramientas, reglas, sentidos: el orden y la orden (ya del derecho, ya de la gramática y la sintaxis) y la inteligencia misma son resultado del miedo. Luego vienen las agrupaciones, para domesticar a la bestia de la violencia y meterla en un chiquero, y “que sólo uno mande”.
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Casi habíamos olvidado que el poder es hijo del miedo. Por la cosa de algunas décadas en que logramos transformar el gobierno y el mando en una forma de administración pública, lejana de la coerción sobre la voluntad de los ciudadanos. Es lo que hacen las democracias: representantes y servidores públicos y, si no expulsar al poder, al menos domesticarlo. Olvidamos que el poder es una bestia a la que no se le debe aflojar la rienda, porque por cualquier rendija se escapa de nuevo eso que exhibe la portada del Leviatán: un inmenso gobernante, hecho de pueblo, de innumerables pequeñas personas a las que ha incorporado en su propio cuerpo; un ser capaz de decir: “El pueblo soy yo”.
Pero sólo fueron unas décadas. A tres siglos de Hobbes, el mismo miedo que llevó a la defensa de un rey por encima de las leyes, el mundo quiso de nuevo adorar a la bestia del poder, y el miedo fue descubierto de nuevo: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido...”, dice el inicio de Masa y poder, de Elías Canetti. Este temor, la vulnerabilidad original del ser humano, busca protecciones y remedios. Y da con el camino complementario: Hobbes, geómetra y matemático, analiza al monstruo de arriba a abajo; Canetti lo describe de abajo a arriba: “Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario... De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo”. Y la “inversión del miedo a ser tocado” engendra a la bestia del poder.
Canetti halla el poder como una agregación, una suma inmensa, que halla su goce original en el hecho de sumarse. Uno de sus síntomas es “el placer voluptuoso del número que crece de golpe”, que él halla en los discursos de Hitler, pero que hemos visto abundantemente en las peroratas de autócratas y demagogos; números que saltan y un millón de pronto termina en billón, por pura prodigalidad del delirio a que conduce la masa, el pueblo, no importa si está presente o se asume, si ha llegado por convicción o por coerción: es el goce de la cantidad. El poder requiere siempre ser más. Nunca es suficiente.
Pero el miedo esculca por dentro: la voluptuosidad por las cantidades, que delira con la imaginación, tiene un límite real. Ese poder que el caudillo persiguió por todos los medios, tan deseado y, al fin, tenido, no se deja ver. No es un objeto, ni ocupa tiempo o espacio; es incoloro, insípido, sordo. Sólo es perceptible cuando se ejerce, pero ¿qué poder hay en hacer lo que corresponde, en acatar una tautología como “la ley es la ley”, en administrar con transparencia recursos públicos? Eso es mero servicio público. Bajo una misma norma cuentan tanto don Nada como Yo el supremo. El poder consiste en sujetar a otros y no estar uno sujeto a la norma. Y se verifica, se atisba, justamente al pasar por encima de las reglas. Inmunidad e impunidad, una frente al miedo, la otra sobre la ley, son dos palabras que salpican las páginas de Canetti mientras intenta explicar la diabólica situación del poderoso.
Es una dinámica agujerada siempre por el miedo. Nunca halla reposo y requiere verificación constante. ¿Sigo teniendo el poder, es mío todavía? El temor de ya no tenerlo lleva a un delirio insaciable de verificación constante: más órdenes, más anatemas contra los enemigos, nuevas leyes para la salvación del pueblo. No importan ni la utilidad ni la futilidad sino imponer, gobernar: para que sepan, o aprendan, para que no se les olvide. El objetivo del poderoso no es el resultado sino dar órdenes; no es mejorar esto o aquello sino decretar la transformación de la realidad. Y pocas cosas más lastimosas y atemorizantes que un autócrata en su decrepitud. ¡Lo que vamos a ver...!
AQ