Lorrie Moore: la enfermedad de escribir

Café Madrid

Crítica aguda y ecléctica, la escritora neoyorquina se ocupa, en A ver qué se puede hacer, de libros, escritores, música y películas fundamentales en su formación.

Lorrie Moore, autora de 'A ver qué se puede hacer'. (Foto: AP)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

A principios de la década de 1990, cuando sus cuentos ya la habían consolidado en el panorama literario estadunidense, Lorrie Moore recibió la carta de un conocido que le decía: “he estado siguiendo y disfrutando tu trabajo. Está mejorando: se vuelve cada vez más profundo y más enfermo”. No le decía que sus textos eran más bellos o más conmovedores o más divertidos. Le decía que eran más “enfermos”. El calificativo, desde luego, motivó la reflexión de la autora y el resultado fue un lúcido ensayo titulado “Sobre escribir”, incluido en A ver qué se puede hacer, la antología de textos periodísticos que la editorial Eterna Cadencia publicó el año pasado en Argentina y que acaba de llegar a España.

Soy lector de Lorrie Moore desde el día en que cayó en mis manos Pájaros de América, sus primeros relatos, llenos de acidez, sentido del humor e ironía, que analizaban y cuestionaban la cotidianidad social de su país tan imperfecta como la de cualquier otro. Luego devoré muchos más de sus cuentos y con Al pie de la escalera, su novela sobre una chica que se esfuerza por madurar mientras comienza a trabajar como niñera de una pequeña afroamericana, adoptada por un matrimonio de blancos a punto de resquebrajarse, supe del magnetismo que puede llegar a poseer una historia tan sencilla como bien contada.

La antología recién publicada es una miscelánea de sus intereses. Lo mismo se ocupa de los libros y escritores fundamentales en su formación que de las películas, series de televisión, música pop y figuras políticas relevantes para su día a día. Si el libro se llama A ver qué se puede hacer es porque esa era la frase con la que el legendario director de The New York Review of Books, Robert Silvers, remataba los correos electrónicos con encargos para Lorrie Moore. Le decía: “te voy a mandar tal libro, échale un vistazo, a ver qué se puede hacer”. Y para la escritora, esa coletilla era la posibilidad de sorprenderse. Así que al terminar de leer el libro, lo que podía hacer era contribuir a la conversación cultural con una reseña o un comentario o un ensayo crítico. “Los escritores somos afortunados. No se puede bailar una reseña de una obra de danza, pero un escritor puede escribir una reseña de una novela y así la tertulia no queda en manos de personas que no practican el arte en cuestión”, puntualiza en la introducción del volumen.

Tener la suerte de encontrar un buen editor y disponer de un amplio espacio en una publicación prestigiosa la llevó a encontrar la fórmula para convertirse en una crítica cultural tan aguda como ecléctica: “se trata de tomar una cosa, estudiarla, sacudirla, hacerla rebotar sobre una superficie quieta para ver cuánta vida imaginada y cuánta vida vivaz ha sido incluida en ella. ¿Navega? Observa. A ver qué se puede hacer”. Su lenguaje es claro, no asfixiante, ni siquiera contaminado por la academia. Habla del trabajo de los otros, de sus particularidades y excentricidades, con conocimiento de causa porque ella también es escritora. Intenta comprender qué sentimientos contiene la obra, qué le hace sentir al lector, qué dice sobre nuestro mundo y nuestras vidas y nuestros sentimientos.

Moore, ya digo, tiene piezas estupendas en este libro, pero la reflexión desencadenada por aquella carta que un día recibió ayuda a comprender la estructura de toda su obra. Explica:

“La compulsión de leer y escribir (estoy segura de que es una compulsión) es una forma de circuito mental que la especie ha seleccionado, a lo largo del tiempo, mientras el periodo de vida aumenta, para mantenernos interesados en nosotros mismos. […] ¿Pero los impulsos hacia esa travesía son patológicos?”

Lo son, reconoce, y al no quedarle otra salida también asume aquel calificativo de su trabajo: “Tal vez sí sea algo medio enfermo el escribir de forma intensa y cuidadosa; no con la propia pluma a un brazo de distancia, sino, quizá, con la mano cerca del corazón, moviéndose como una aleta, la propia, acercándose a la página, escuchando con el oído y la mejilla, los labios formando las palabras. Martha Graham habla del termino islandés ‘ansioso de fatalidad’ que denota esa difícil prueba del aislamiento, la inquietud, el encierro que experimentan los artistas cuando están enfermos con una idea, como me pasa a mí”.

ÁSS

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