Los dos públicos de la política

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A pesar de no haber vivido una república, William Shakespeare logró retratar los dilemas éticos y las pasiones que la amenazan e, incluso, pueden destruirla.

'Coriolano', acto V, escena III. Grabado por James Caldwell de una pintura de Gavin Hamilton. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hay épocas en que la ética tiene mayor relevancia que la política. Otras, como la nuestra, es al revés: la ética parece ejercicio a solas y la política como la reflexión acerca de los actos frente a los otros, en sociedad. La política tiene lugar si mis juicios y actos cuentan en los asuntos públicos, por poco que sea; si no, no se trata de una sociedad política, sino de un poder con súbditos, no ciudadanos.

Durante mucho tiempo, desde William Hazlitt (1817), o L.v. Beethoven, se supuso que la gran obra política de William Shakespeare era Coriolano, y con razones importantes; T.S. Eliot la juzgaba superior a Hamlet; Frank Kermode dijo que “es probablemente la más feroz e ingeniosamente planeada de todas las tragedias”. Hace apenas un par de años, Enrique Krauze escribió uno de sus mejores ensayos sobre la sustancia de la política en Coriolano.

Pero los cambios de época son cambios en la mentalidad y el juicio. El siglo XIX y casi todo el XX iniciaban un largo y lento camino hacia las sociedades políticas, las repúblicas y la democracia. Muchos tropiezos que Shakespeare nunca atestiguó, y por eso resulta doblemente sorprendente su profunda comprensión de las repúblicas, aun cuando nunca vio ni una. Quizá sea cosa de la propia república, que se puede entender aunque no se haya visto y basta una sensata intuición de la naturaleza humana y de la necesidad de limitar y dividir el poder. Y es eso lo que hace viable una sociedad política: entendimiento y acuerdo, incluso en el disenso, y para eso sirve la crítica. Por eso advierte Giovanni Sartori que “las democracias carecen de viabilidad si sus ciudadanos no las comprenden”. Durante la etapa de construcción de los estados nacionales y, luego, de las instituciones públicas y republicanas, o al interior de su contrario, las tiranías, la ética era un mejor campo de reflexión y refugio que la actividad política. Mientras no hay instituciones políticas, el fuero interno es el único foro de la responsabilidad.

Pero en el siglo XXI las instituciones ya estaban en marcha. Algunas bien, muchas otras con defectos, todas enmendables. Y la vida política comienza a preguntarse menos por la construcción de instituciones que por su sentido. Por eso, Harold Bloom interviene con un giro de tuerca: la verdadera obra política es Julio César. Coriolano “fascina más por su predicamento [ético] que por su limitada conciencia. Bruto es el primer intelectual de Shakespeare, y los enigmas de su naturaleza son multiformes”. A las razones de Bloom, añado un par.

Primero, que los públicos de Europa o de los Estados Unidos han adaptado la obra de Shakespeare para representar sus propias y actuales circunstancias, representando a sus tiranos ya como César, ya como el cobarde demagogo Marco Antonio. Segundo, y más importante, una perplejante división de públicos. Por un lado, el público de romanos, que, en la obra, acude a la plaza tras el asesinato de César y atestigua el discurso del estoico y republicano Bruto, seguido de la arenga demagógica y manipuladora de Antonio. Shakespeare intuyó el horror de la masa, mucho antes que Freud, Ortega o Canetti. Esa aglomeración que cree estar participando en la política, en la transformación de las instituciones, cuando en realidad la destruye, porque depone su razonamiento crítico por una forma pasional de la participación: la aclamación, el combustible de la tiranía.

El otro público, el de los espectadores, o el lector, conoce la verdad que ignoran quienes están inmersos en la participación. Han asistido a los torturantes debates éticos y políticos de los conjurados; saben que la decisión de asesinar a César no es ni ligera ni revanchista, ni está guiada por pasiones personales. Los dirige una ética estoica y atestigua al otro público, esa masa romana que no puede sino ceder a sus pasiones y entrega su libertad cuando aclama las tretas del demagogo, sin darse cuenta de que ellos mismos son la lumbre que destruye lo que amaba. La masa que aclama no puede ser republicana ni democrática: es poder y ruido.

Bloom dijo bien: Bruto no rehuye sus actos: “Amo a César, pero amo más a Roma”; matamos a César porque César quería matar a la República. Bruto nunca pretendió ser inocente. En cambio, Antonio monta una pira de resentimiento y victimización, calculando sus silencios y su lentitud al hablar… el resultado es un público romano que se lanza a la cacería de quien les dijo la verdad, mientras aclama la mojada impostura de su auténtico opresor.

​AQ

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