A veces ocurre que un catálogo de exposición se vuelve un libro coleccionable. La noche nos pertenece. Vida nocturna en la Ciudad de México, 1865-1950, al año de desplegarse bajo el aspecto de un congal retro en las salas del Museo Nacional de San Carlos (MNSC), logra la afortunada coincidencia entre esa museografía y un concepto editorial que contrasta el negro/rosa aterciopelado de la paginación y la algarabía de las reproducciones.
El proyecto, señala Mireida Velázquez, directora del MNSC, preserva a “la ciudad en franca electrificación en la que avenidas principales como Pino Suárez, Tacuba y San Juan de Letrán se convirtieron en puntos referenciales de la vida urbana que fueron poblándose de tendidos de cables eléctricos, anuncios luminosos, marquesinas de cines y centros nocturnos, símbolos inequívocos de la modernidad, aunque también de la vida licenciosa por los peligros que la noche encerraba”.
No le falta chispa al título, un guiño a Patti Smith (“Because the night belongs to lovers/ Because the night belongs to us…”) que inyecta al rock en el porfiriato y la posrevolución, y cuya primera persona del plural invita a fundir al visitante y al lector en la cultura de la juerga y el encanto de lo fuera de norma.
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Muy seductor, el libro se sitúa entre el álbum de arte, la crónica visual, el compendio histórico, el reportaje periodístico… Al mismo tiempo, se plantea como un estudio serio del tema, con métodos académicos y argumentaciones sistemáticas, pues integra las ponencias del coloquio homónimo que organizó el MNSC en 2023. Sin embargo, Luis Miguel León, uno de los más creativos diseñadores gráficos del momento (y subdirector del recinto), no podía conformarse con una clásica memoria ilustrada. Configuró con los diez textos un caleidoscopio en que cada uno aborda una vertiente de las actividades marginales de la metrópoli, y proporciona estadísticas pero admite anécdotas e interpretaciones.
El sexo, el alcohol, las drogas quedan contabilizados y repertoriados con exactitud. Los autores más interesantes ponen, como Cristóbal Jácome, el andamio de políticas públicas de alumbrado e higiene sobre el que se sostiene este proyecto; Diego Pulido hace un censo de los espacios del ocio y del vicio; Ricardo Pérez Monfort rectifica los límites de la tolerancia y la represión en el uso de estupefacientes; y Susana Sosenski se asoma a los niños en y de la calle, que allí trabajan, delinquen y se divierten.
Los editores asumen la arbitrariedad del enfoque: aquí se identifican y se explican únicamente a “los habitantes de la oscuridad” que fueron estigmatizados: prostitutas, homosexuales, lesbianas, cabareteras, vedettes, jugadores… Uno se pregunta: fuera de esos parias, de esos proscritos, ¿quién participaba, quién bailaba, quién pagaba por coger, quién se encanallaba en esas farras? ¿Burócratas, empleados, proletarios, hijos de familia, alguna burguesa temeraria? Para sacar del anonimato a esos “consumidores” de los placeres prohibidos, se puede intentar el mecanismo de sustitución o la apropiación imaginativa, o releer Los bajos fondos de Sergio González Rodríguez (Cal y arena, 1988), quien los rastrea en la prosa de Manuel Acuña, Bernardo Couto, Rubén M. Campos, M. J. Othón, R. Salazar Mallén y otros bohemios empedernidos, e incluso consigna las tarifas en vigor desde las ambulantes de la Merced hasta las rumberas del Waikiki. Y de paso consultar las Memorias del noctámbulo José Luis Martínez S., tituladas El día que cambió la noche (Grijalbo, 2016).
El rigor analítico y la información avalada por fuentes históricas y archivos oficiales marcan una tendencia de conjunto al documento sociológico. En general, se evita la retórica intercambiable de la disertación universitaria, inadecuada para tratar un tema que genera esquemas ambiguos, territorios donde chocan el sexo y el dinero, y que convoca fuerzas como la transgresión, la culpabilidad y el gozo. Al contrario, en gran parte de los textos luce la madurez literaria y no pocas veces el sentido del humor. ¡Lástima que persista cierto hábito escolar (“En ese ensayo problematizaré el tópico de…”, “Este escrito abordará las distintas concepciones visuales de…”, “Lo que se discutirá en este artículo es que…”) y que se atribuya la novela Naná a Balzac! De sobra es sabido que el pintor Manet inventó a Naná al retratarla en 1877, y que Émile Zola la trasladó a la ficción en 1880.
Ahora bien, ¿en qué medida la representación de la noche modificó los valores plásticos de la época? ¿Acaso contribuyó a la emergencia de una vanguardia? La vida nocturna ⎯y las prácticas más o menos clandestinas que desató⎯ banalizó la diversión colectiva en antros, cantinas, pulquerías, cabarets, prostíbulos, garitos de apuestas y fumaderos de opio. También impuso la voluntad de controlar la disipación y disminuir sus efectos colaterales por medio de campañas estatales contra la prostitución, las enfermedades venéreas, el crimen.
Fascinados y perplejos ante los síntomas de una sociedad urbana en imparable mutación, los artistas de entonces escrutan el rostro oscuro de la modernidad y prueban nuevas formas para traducirlo, mediante una visión crítica y herramientas formales innovadoras. La caricatura, que incita a la experimentación, es un instrumento indispensable; en la estampa popular y el dibujo satírico, lanzó las primeras señales de emancipación de la línea en la prensa liberal (en Francia, con Daumier y Gavarni; en México, con Villasana y Constantino Escalante, y con Manuel Manilla y Posada, presentes en la exposición). En adelante, los pintores favorecen los temas triviales, la síntesis compositiva y el trazo del lápiz, propicio a la exageración y la distorsión, a la par de un uso expresivo, mas no forzosamente descriptivo, del color. La factura de las obras, más agresiva, responde a una segunda intención: al confrontar ese concentrado tóxico de angustia pública, de vergüenza y de excitación que suscita la noche licenciosa, ¿los artistas no querrán sacudir el malestar de la burguesía, inmersa en sus contradicciones?
Es paradigmático el caso de José Clemente Orozco caricaturista. A esa profesión (que desarrolló por temperamento y por necesidad: huérfano de padre, tenía la familia a su cargo), se debe: 1) que realizara las primeras escenas de prostíbulo en la historia del arte mexicano; 2) que se le menospreciara como no apto para enfrentar los retos muralistas en 1921; y 3) que supiera, como nadie, trasladar a escala monumental una formidable radicalización de la expresión a través de la sátira.
Él mismo declara en su Autobiografía que, en plena revolución, se asomó al lupanar para desafiar al paisajismo tipo Velasco, al costumbrismo y al retrato neoclásico de buen tono en la Academia. Pintando mujeres aniñadas, ajadas y despatarradas, hizo tabla rasa de valores caducos y penetró el imaginario contemporáneo; sus dibujos y acuarelas de colegialas y prostitutas nos interpelan: “Éste es el desnudo hoy: no son los senos de la Venus de Milo, son los de La Chole”. Lo confirma Monsiváis: “La serie de coquetas y prostitutas La casa del llanto es posible gracias a la conmoción social que rompe ataduras y permite a los artistas ocuparse gozosamente de seres antes invisibilizados*”. Gracias a la caricatura Orozco captó, sin juicios morales y de modo brusco y tierno, la atmósfera y la población de pupilas, alcahuetas, serafines y clientes, con una actitud solidaria ante lo sórdido y lo esplendoroso de la crápula.
El tema del burdel en el arte data de la Antigüedad. Cuando las vanguardias europeas del siglo XX le otorgaron el papel iconográfico principal, reavivaron las controversias estéticas anunciadas por la novela naturalista (Zola, hermanos Goncourt, Huysmans, Maupassant) que cultivó “la verdad en el arte” y la denuncia política al describir la miseria ⎯con supuesta objetividad científica. El amor venal brinda una materia inmejorable para destapar la honorabilidad de fachada y la hipocresía de la sociedad. Ciertos jóvenes escritores y pintores aceptan arriesgar condenas por faltas a la moral, con tal de obtener un éxito de escándalo.
En 1846, Baudelaire exhorta a los artistas a escoger temas actuales y a captar “lo bello dentro de lo horrible […] en miles de existencias flotantes que circulan en los subterráneos de la gran ciudad*”. La mayoría “van de putas” y establecen complicidades con las cortesanas, desde Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Courbet, Degas y Manet hasta Picasso a quien corresponde la obra maestra del género (Las señoritas de Aviñón). Familiarizados con los modelos académicos y el desnudo erótico, hallan en las casas de citas un pastiche de las poses tradicionales y una renovación de los códigos estéticos, además de un testimonio del cambio de las mentalidades.
En La noche nos pertenece, dos protagonistas involuntarios, Isidoro Ocampo y Francisco Mora (ambos olvidados y miembros del Taller de la Gráfica Popular), restituyen el ambiente frenético de la parranda mediante un tratamiento rápido y rijoso de la imagen. Al veracruzano Ocampo, hijo de velador de faro, se le nota el oficio de quien se especializó en el dibujo y la estampa. Su trazo fiero pero envolvente desliza ritmos sensuales en sus interiores de fichaderos y salidas de teatro, a los que empaca en los pesados contrastes de claridad y sombra que proporciona la xilografía.
Ocampo acentúa la crudeza con que la luz artificial modifica los rasgos de los desvelados durante la travesía nocturna del centro de la ciudad, a pie o a bordo de los fordcitos encendidos. En el grabado Las hay a todas horas (1931), gira hacia la abstracción: los fondos se tornan nebulosos, como de esquina penumbrosa bajo un farol, y de la nada aparece un espectro de prostituta, las ojeras, el rictus de la boca, el brazo friolento que aprieta el abrigo, remarcados con líneas temblorosas.
Diferente vena, más de ilustrador, acusa el michoacano Francisco Mora, aunque sus contenidos tomen el mismo rumbo. Ejecuta sus litografías en los años 1940 (una década después de Ocampo), y su pericia se manifiesta en los detalles: los rulos del peinado engominado; la botella de aguardiente en el tocador; las muecas del beso mientras la mano hurga en el bolsillo ajeno en busca de la cartera; el espejo dispuesto en segundo plano, arriba de la barra de la cantina, que refleja la promiscua muchedumbre de la sala…
El libro La noche nos pertenece es generoso en su selección de pintura, gráfica, foto, cine de ficheras y carteles publicitarios, que pone a Ruelas, Rodríguez Lozano, Antonio Ruiz, Emilio Baz Viaud y al Chango García Cabral codo a codo con Abelardo Ávila, Gustavo Casillas, Rafael Navarro ⎯de menor renombre y comparable elocuencia⎯, y con Casasola, Juan Guzmán, Nacho López y Héctor García… También es ingenioso al reproducir en encarte sepia el Registro de mujeres públicas “sirvientas, costureras, lavanderas, pureras o sin ejercicio”, encomendado por Maximiliano en 1865 para proteger al ejército invasor, y con el que el diseñador Luis Miguel León evita desperdicios de papel en la imprenta.
En nuestra cultura visual del tránsito a la modernidad, el alumbrado de las calles, los reflectores del dancing y los focos rojos de las alcobas iluminan el gentío, los afeites, cierta bestialidad que componen un prisma a través del cual se percibe y se fantasea el abismo de la noche. Los artistas experimentan equivalentes plásticos a esas sensaciones exacerbadas y voluptuosas, y que resultan afines a su atractivo liberador. En suma, si bien la vida nocturna no contribuyó a forjar una vanguardia propiamente dicha, sí amparó una idiosincrasia perdurable y una estética urbana, sediciosa y decididamente expresionista.
*C. Monsiváis, “Amoroso como un desollamiento. Orozco y la caricatura”, en Ernesto Lumbreras (ed.), La zarza rediviva. J. C. Orozco a contraluz, México, FCE, Tezontle, 2010, p. 31**Ch. Baudelaire, Salón de 1846, cit. en Isolde Pludermacher, “Le beau dans l’horrible. Prostitution et modernité”, Splendeurs & misères. Images de la prostitution 1850-1910, París, Musée d’Orsay, 2016, p. 232
AQ