El fallecimiento de Luisa Josefina Hernández el pasado 16 de enero deja, pese a la inevitable tristeza de sus lectores, una estela de talento, brillantez y creatividad, además de un ejemplo de ejercicio de la libertad. Tenía 94 años y desde hace varios estaba retirada en su casa de Cuernavaca, una casa soleada, llena de libros, flores y música (tocaba el piano y la flauta).
Nacida en Ciudad de México en 1928, de padres campechanos, perteneció a la Generación de Medio Siglo, con la que comparte la voluntad de experimentación y un fortalecimiento de la cultura mexicana a partir de expresiones universales. A manera de homenaje, evocó algunos atisbos de su trayectoria.
De entre los géneros que Luisa Josefina cultivó, el teatro y la novela fueron los más prolíficos. Se habla de más de 60 piezas teatrales y 17 novelas, aunque aún hace falta una bibliografía precisa. Escribió asimismo ensayo, y teoría y crítica teatrales. Como traductora, dio a conocer producciones fundamentales de dramaturgos modernos.
En 1991, Luisa Josefina fue nombrada Profesora Emérita, la primera mujer en la UNAM en recibir este reconocimiento. En su discurso, afirmó: “sustituir la amenaza bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente con la dicha de lo ganado en la realización de nuestros más íntimos y complicados deseos es una distinción”.
Su escritura se generó en el juego retroalimentador con su intensa actividad docente en la UNAM, donde llegó a ser un personaje legendario. Recuerdo una deliciosa entrevista que le hizo Hernán Lara Zavala donde afirma que ella, “la peregrina”, nunca llegó.
Por lo general, hay coincidencia entre los críticos acerca de que los géneros que cultivó están bien diferenciados. Ella misma afirmó en más de una ocasión que al escribir narrativa se sentía muy libre, en tanto que la escritura teatral constituía un territorio muy acotado, con muchas normas. Reiteró asimismo que en la novela hay una comunicación directa entre autor y lector, en tanto que en el teatro no puede eludirse la intermediación de los muchos que participan en cada puesta en escena. Los estudiosos concuerdan también en que los vasos comunicantes entre ambos géneros son innumerables; y la mejor prueba es que algunas obras de Luisa Josefina Hernández están plasmadas a la vez en narrativa y en teatro.
Al respecto, quisiera recordar un apunte que hizo Fabienne Bradú en uno de sus primeros estudios globales (1987). Sostiene que Luisa Josefina Hernández concibe el mundo como una representación. Evoca el auto sacramental El gran teatro del mundo de Calderón de la Barca y observa que la obra novelística de Luisa Josefina está contaminada de teatralidad (por cierto, escribió también autos sacramentales).
Una constante es el interés en la palabra, en el ejercicio de la escritura y, por ende, de la lectura. Muchas de sus obras presentan personajes que escriben y leen.
El estudioso John Knowles concibe la obra teatral de Luisa Josefina Hernández como “un microcosmos del desarrollo de las formas dramáticas en México a partir de los años cincuenta”. En cuanto a su narrativa, Christopher Domínguez Michael, afirma algo similar: la novelística de Luisa Josefina permite establecer “una historia clínica, bitácora fiel que registra un conjunto de movimientos sentimentales y artísticos a lo largo de casi treinta años”.
Sus novelas han contado con excelentes lectores. Una muestra: “Luisa Josefina ha hecho uso de diferentes medios en su esfuerzo por desentrañar el significado de las acciones humanas. […] Los palacios desiertos demuestra la eficiencia de su método para analizar personajes, de personalidades aparentemente antagonistas, que sin embargo están unidas por la misma existencia frustrante”, escribió Juan Rulfo en 1964.
Su obra novelística es diversa, compleja y enigmática, desbordante en significaciones; un “monumento literario”, decía su alumno, el novelista Severino Salazar. Ofrece una gran cantidad de personajes, voces, espacios y temporalidades, situaciones y problemas, expresados a través de una constante variación estilística. No es fácil transitar por este accidentado cosmos. Contamos con algunos esclarecedores intentos de analizarlo en su totalidad. Encontramos coincidencias en Raquel Gutiérrez Estupiñán y hasta en los más recientes estudios, como los de Gloria Prado y Luzma Becerra. Ellas, asumiendo diversos criterios, proponen tres constantes que yo, atendiendo a los tiempos y espacios, acomodo en dos grandes rubros.
Las novelas que juegan con el realismo
Muchas novelas representan una vena intimista: problemas familiares o de pareja que llegan a ser complicados y aún tortuosos. Estas novelas en mayor o menor medida implican una problemática social. La anécdota a veces se ubica en espacios provincianos, como ocurre en La plaza de Puerto Santo (1961), La primera batalla (1965), Nostalgia de Troya (1970), Carta de navegaciones submarinas (1987) y La cabalgata (1987).
En otras ocasiones, el contexto se ubica en la ciudad capital. Entramos en un mundo de cafés de chinos, departamentos modestos como el de El lugar donde crece la hierba (1959) o La memoria de Amadís (1967), o en un hotel de segunda o una casa de huéspedes, como en Los palacios desiertos (1963) o El valle que elegimos (1965).
Las novelas urbanas y provincianas de Luisa Josefina, abundantes en hechos y detalles cotidianos, juegan a parecer ser “realistas”. Pero por supuesto se trata de un realismo engañoso; con frecuencia hechos y lugares están cargados de simbolismo y referencias culturales que les otorgan otra dimensión. Ofrezco algunos ejemplos.
El departamento de El lugar donde crece la hierba (1959) corresponde en su cerrazón a la relativa circularidad temporal, al encierro constituido por la repetición de actos y especulaciones, tanto como a la clausura sentimental de los personajes. La estructura narrativa amplía su espacialidad y temporalidad con los escenarios, generalmente interiores, plasmados en diarios, cartas, apuntes.
La primera batalla (1965) alterna dos narraciones en las que compara la Revolución mexicana con la cubana y presenta escenarios del sureste mexicano junto a La Habana. Dos hechos autobiográficos se imprimen en esta novela. Uno es la experiencia docente de varios meses de Luisa Josefina en La Habana, a pocos años de la revolución. Otra es la relación de la narradora con su padre, un abogado honesto y luchador social. La muerte del progenitor y el viaje de ella de la Ciudad de México a Campeche para llevar el cadáver constituyen una descripción conmovedora.
José Luis González escribió que ésta era la primera novela que ponía en sus páginas a la Revolución cubana, que la narradora, muy atenta a los detalles cotidianos, ofrece sin épica. Seymour Menton critica la deslumbrada visión de la autora sobre la isla; la considera “turística”. Para mí, es una visión cargada de simbolismo: capta el sentir latinoamericano de muchos y la esperanza de un futuro más justo. Sin embargo, ella no siempre pensó lo mismo: En una entrevista de 1978, con Mary Lou Dabdoub, Luisa Josefina dijo: “ahora no escribiría La primera batalla porque no diría las mismas cosas ni tendría el mismo espíritu positivo”. Planeaba también, dijo en 2016 a su nieto, el dramaturgo y actor David Gaitán, escribir en algún momento otra novela sobre la parte negativa de la Revolución cubana.
Personalmente, me encanta La plaza de Puerto Santo (1961), narración irónica, muy divertida, que por desgracia no ha vuelto a reeditarse. Aquí hay un parque que emblematiza la estratificación social de la región. Solo es para criollos o españoles blancos y con dinero, a quienes la narradora ridiculiza.
Agrego que Luisa Josefina contribuye a la cartografía literaria mexicana al darle un nombre ficticio a Campeche. En 2014, el escritor Salvador López Espíndola publicó una novela breve, La virgen de Puerto Santo, que lleva la siguiente dedicatoria “En homenaje a Luisa Josefina Hernández, que descubrió un lugar maravilloso llamado Puerto Santo”.
Las fábulas cósmicas
El otro gran grupo novelístico juega con la Edad Media y se va situando en el espacio atemporal del mito. Para Prado y Becerra se trata de fábulas que se nutren de imágenes de la plástica medieval y de sueños colectivos. Algunas de las novelas aquí reunidas han sido vistas con frecuencia por la crítica como místicas o religiosas, y, por supuesto, muestran preocupaciones de esta índole. Pero en sentido estricto son fábulas cósmicas. La escritora decía que se interesó en estos temas a partir de sus estudios de iconografía. Aquí se ubicarían Apostasía (1978), Los trovadores (1973), Apocalipsis cum figuris y Roch (2008).
Impregnado de referencias a diversas tradiciones religiosas, este grupo de novelas nos introduce en un universo bien distinto del contemporáneo. Sobre Apocalipsis cum figuris, la más importante de esta serie, Luz María Becerra describe el peregrinaje tematizado en la narración. Se trata de un periplo colectivo donde lo individual carece de importancia, tanto que los personajes carecen de nombre: los protagonistas son conocidos como la Peregrina y el Peregrino. Más que individuos, deambulan los figuris, que son arquetipos y se mueven en un aparente desorden, creando la impresión de un cuadro abigarrado. Así desfilan cirqueros —entre ellos músicos, bailarinas, payasos, una payasa niña, Pierrot—, caminan caballeros, frailes, un monje, estatuas, hombres grises, algunos de los cuales llevan a sus monstruos; contemplamos a loros, leones, espantapájaros y un unicornio. Ocurren muchos avatares y acontecimientos inusitados, todos desbordantes de simbolismo, que adquieren carta de naturalización. Por ejemplo, la payasa se embaraza del unicornio y da a luz un pequeño unicornio, que paradójicamente simboliza el principio y el fin de un mundo nuevo. Este pequeño unicornio fue tomado por el cristianismo en la Edad Media como figura de Cristo, y más adelante el cordero inmolado.
Todo es posible, de acuerdo a la amplia concepción que la escritora tenía de lo real, aunque ella hablaba, más bien, de lo natural. Así, interrogada sobre acontecimientos novelísticos sobrenaturales, en una entrevista de 1976 concedida a Michèle Muncy, explica: “Yo creo que natural es casi todo, incluyendo cosas que no sean cotidianas pero que, porque ocurren de vez en cuando, no dejan de ser naturales. Entonces quizá yo pueda escribir, digamos, muchos milagros y demás asuntos de esos. Sin embargo, no creo que sean sobrenaturales, ya que pienso que el milagro es la clave de lo natural”.
Las últimas novelas publicadas
Después de un conjunto novelístico que se apropia de su momento histórico y de diversos tiempos míticos, en 2020 vieron la luz dos novelas con el sello del Fondo de Cultura Económica: Las confesiones, que lleva la leyenda final de haber sido terminada en 1992, y Como los gorriones, concluida en 1994.
En las conversaciones con David Gaitán sobre las razones por las que había pospuesto tanto la publicación, explicó, con un dejo de ironía: “Tengo la malvada debilidad de escribir sobre gente que conozco, incluida mi familia, o sobre todo mi familia, pero no la más cercana, de tíos y primos en adelante. Termino los libros y luego resulta que no quiero mortificar a los aludidos... Es muy feo, creo yo, pero no puedo contenerme, se me vienen a la pluma”. Y continúa: “Ahora todo el mundo del que he escrito ha muerto, soy sobreviviente de mi generación. Así que me he lanzado a publicar con la mayor impunidad del mundo. Rasgo feísimo de carácter, queda admitido”.
En Las confesiones, la anécdota no se centra tanto en personajes inspirados en su familia, aunque aparecen, sino en la compleja y enigmática relación de una joven, alter ego de la escritora, con un dramaturgo en el que se transparenta a Jorge Ibargüengoitia. La dramaturga recrea su etapa de aprendizaje en la universidad y el estreno de sus primeras piezas. Es una novela en la que hay mucho por descubrir… como en toda la obra de Luisa Josefina Hernández.
AQ