Fernando Salazar
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Marco Antonio Francisco Campos Álvarez Tostado (Ciudad de México, 23 de febrero de 1949) es una de las voces representativas de la poesía mexicana y de los poetas más publicados y leídos fuera de México. Abogado de profesión, antes de entrar a la carrera de Derecho comenzó a leer y a escribir. Inició su carrera literaria cuando entró al Taller de Poesía de Juan Bañuelos, en junio de 1969, y permaneció ahí durante cuatro años. Después seguiría asistiendo, de modo esporádico, más como amigo de Bañuelos, aunque también porque lo consideraba su maestro. “Juan fue el primer poeta importante que me hizo sentir que podía tocar la guitarra. Otros que me dieron consejos esenciales en mis inicios, es decir a principios de los años setenta, fueron José Emilio Pacheco y Tito Monterroso. José Emilio en las conversaciones y Tito en los dos meses que estuve en el taller de narrativa que dirigía en la Capilla Alfonsina”, me responde el poeta en una entrevista que me concedió para la revista literaria Taller Ígitur. Así, pues, su formación y acercamiento, desde temprana edad, con algunas figuras de la tradición literaria mexicana del siglo XX, lo marcaron e influyeron significativamente, tanto en sus modelos estéticos, que muestran distintos registros, como en los intereses que, a la postre, serían sus temas de estudio para sus libros de ensayos, pero de igual manera en la configuración de su estilo poético.
Ha escrito poesía, novela, ensayo, cuento; además, es investigador de la cultura y la literatura de los siglos XIX y XX mexicanos. Ha traducido al español a Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese, Emilio Coco, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, Nuno Júdice y, con Stefaan van den Bremt, a Roland Jooris, André Doms y Marc Dugardin.
Destacan sus libros de poesía Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1989), Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005), El forastero en la tierra (1970-2004) (2007), Dime dónde, en qué país (2010), De lo poco de vida (2010-2015) (2016). También incide en la narrativa con las novelas Que la carne es hierba (1982), Hemos perdido el reino (1987), En recuerdo de Nezahualcóyotl (1994). Ha escrito otras formas y estructuras breves a manera de prosa: su libro de aforismos Árboles (1994, 2006) o El señor Mozart y un tren de brevedades (2004). Sobresalen los libros de cuentos No pasará el invierno (1985) y Joven la muerte niega el amor joven. Cuentos del siglo XIX (2015). Sus ensayos ya son indispensables en la bibliografía sobre la literatura mexicana: Señales en el camino (1984), Siga las señales (1989), El café literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX (2001), Las ciudades de los desdichados (2002), La Academia de Letrán (2004), El tigre incendiado: ensayos sobre Ramón López Velarde (2005, 2012), La poesía de Eduardo Lizalde (2006), Indicaciones (2014).
Su obra es sólida, valiosa y es una enorme herencia para las generaciones actuales y próximas. Hay dos libros, entre otros, que ejemplifican esta afirmación: el ensayo El café literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX y el libro de cuentos, que es una suerte de ensayo novelado o estudio ficción, Joven la muerte niega el amor joven. Cuentos del siglo XIX. En ambos, Campos elabora un retrato de la cultura en México, en particular sobre el romanticismo mexicano. En el caso del primero, retrata los cafés y los escenarios de la vida política, literaria y cultural del México del siglo XIX; en el segundo construye, a manera de ficción, la semblanza de algunos representantes del romanticismo: Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), Marcos Arróniz (se ignora su fecha de nacimiento, pero muere en 1858) y Manuel Acuña (1849-1873). Estas investigaciones son una auténtica contribución sobre la literatura del XIX. Mucho de lo que se conoce sobre ese siglo, en términos literarios, así como el rescate de autores, en particular poetas, es gracias a este minucioso y docto trabajo, pero ¿cuáles son las causas que lo motivaron a interesarse por dicho periodo?
Existe un hecho que ayuda a despejar la incógnita. Campos ingresa a trabajar al Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1996, a la edad de 47 años, gracias a una plaza concedida por el poeta Rubén Bonifaz Nuño, y también porque el director, Fernando Curiel, lo trasladó al área de Poética, “pero me hicieron una mala jugada, que agradezco muchísimo, y me desplazaron”, afirma Campos. Después, Jorge Ruedas de la Serna lo incorporó al Centro de Estudios Literarios y le sugirió que tomara como objeto de estudio a los románticos mexicanos. Ocho después, en 2004, escribiría el primer libro alrededor de esta época, generación y tema, La Academia de Letrán, la primera agrupación literaria realmente importante después de la Independencia. Siguieron otras exploraciones y rescates; por ejemplo, de la figura y obra de Marcos Arróniz, las crónicas de Luis Martínez de Castro (1819-1847), así como las cartas de Manuel María Flores (1840-1885) escritas a Rosario de la Peña, la compilación de crónicas sobre el siglo XIX, y los estudios sobre Manuel Acuña.
Ha transitado por casi todos los géneros literarios, ha escrito casi todo, mucho y bien, y por estas razones su obra es de mucha valía para la literatura de nuestro país y contribuye a la tradición de la poesía. Por esto, en 2007 la editorial El Tucán de Virginia reunió su obra poética en un solo tomo, bajo el cuidado y la responsabilidad del poeta, editor y crítico Víctor Manuel Mendiola. La poesía de Campos está influida por el epigrama, el Dolce Stil Nuovo, la lírica francesa moderna, la poesía latinoamericana del siglo XX, el confesionalismo y parte de la poética de los siglos XIX y XX mexicanos, particularmente algunos elementos estéticos de Ramón López Velarde, el acento de Alí Chumacero y algunos modos del verso de Rubén Bonifaz Nuño. Recorre el decoro y lo conversacional, la métrica, el libre verso y el verso blanco, la epifanía, un yo transparente, sensible y claro.
Quiero resaltar la afinidad que percibo con la obra lírica de López Velarde, en especial con dos temáticas: el carácter católico y la figura femenina de la amada. En el poeta zacatecano existe un modo de confesión impulsada por la figura de Cristo, el pecado como elemento textual e isotópico para la elaboración de los procedimientos literarios. Campos no solo ha hecho un hondo estudio sobre la obra del poeta de Jerez, sino que también el tópico católico de López Velarde se ha trasminado en varios de sus poemas, especialmente en el libro Dime dónde, en qué país. En general, su lírica es memoria, evocación a través del amor, el olvido, el presagio del pasado, el recuerdo como la sensación de desesperanza a causa de la pérdida. Esto se expresa cuando la mujer es el fantasma en la memoria, la aparición angustiante que es mitigada por la pasión a Cristo. La sustitución de esta ausencia queda resuelta, muchas veces, con la confesión de un yo declarado traslúcido. El acto de fe y el hecho religioso, bajo la concepción católica, se consuman. La composición de las isotopías sucede en ambos poetas y sus afinidades electivas son manifiestas, en mayor medida, a nivel semántico y estético; considero que esa es la mayor influencia que el poeta jerezano ha ejercido sobre la poética del autor de Viernes en Jerusalén.
En suma, el trabajo literario de Campos está hecho a partir del viaje y la memoria, tanto el creativo como el teórico y académico. Ya existe un baluarte de su obra en la literatura mexicana. Las líneas siguientes, con las cual cierro este breve homenaje, que celebra los 70 años de vida de Marco Antonio Campos, reflejan muy bien el sentir y la actitud ante su legado, así como su lugar en nuestra tradición literaria: “Ya vi. Ya viví en demasía. ¿Mi legado? Dejo lo escaso bello que yo hice y lo escaso bueno que yo di. Menos y más, yo más, me sentí un forastero dondequiera, y para vivir, para simular que vivía, más pronto que tarde emprendí la aventura o fuga.
“¿Quién fui? Pude ser cualquiera. ¿Mi nombre? Pudo ser del aire. Pudo ser el aire” (“Lápida en el aire”, en De lo poco de vida, Visor, México, 2016).
Con depuradas uñas de ónix en ofrenda Stéphane Mallarmé
Versión libre de Evodio Escalante
A mi amigo Marco Antonio Campos
para celebrar sus 70 años
Con depuradas uñas de ónix en ofrenda,
La Angustia, hoy medianoche, preserva, lampadófora,
Tanto vesperal sueño quemado por el Fénix
Cuyas cenizas no recalan en un ánfora
Del yermo salón en las consolas: ninguna conca,
Marmóreo derelicto de vacuidad sonora
(Porque el Señor partió por lágrimas a la Estigia
Con ese único objeto que es honor de la Nada.)
Mas junto a la ventana hacia el norte vacante
Un agónico oro escorza acaso la quimera
De unicornios que atizan fuego contra una ninfa,
La cual, desnuda y muerta en el espejo, fija
De pronto, en el olvido que perfecciona el marco,
Leves cintilaciones del septeto. Versión libre de Evodio Escalante
A mi amigo Marco Antonio Campos
para celebrar sus 70 años
Con depuradas uñas de ónix en ofrenda,
La Angustia, hoy medianoche, preserva, lampadófora,
Tanto vesperal sueño quemado por el Fénix
Cuyas cenizas no recalan en un ánfora
Del yermo salón en las consolas: ninguna conca,
Marmóreo derelicto de vacuidad sonora
(Porque el Señor partió por lágrimas a la Estigia
Con ese único objeto que es honor de la Nada.)
Mas junto a la ventana hacia el norte vacante
Un agónico oro escorza acaso la quimera
De unicornios que atizan fuego contra una ninfa,
La cual, desnuda y muerta en el espejo, fija
De pronto, en el olvido que perfecciona el marco,
Leves cintilaciones del septeto.