Marek Keller: entre esculturas y abedules

Ideas

Apuntes de un viaje a Varsovia, donde la autora visitó a la pareja durante treinta años de Juan Soriano, fallecido en 1986, en cuyo recuerdo erigió un hermoso jardín escultórico.

Marek Keller, 1946-2023. (INBAL)
Edith Negrín
Ciudad de México /

Para Alejandro

El vuelo

Después de múltiples y diversos avatares, pero desbordante de planes, como siempre que voy a iniciar un viaje largo, al fin estaba en el avión hacia Varsovia, en una línea aérea que nunca había abordado, creo que alemana. El vuelo salía de Cancún y tardaba casi diecinueve horas, con una escala de siete en Fráncfort. La línea ofrecía entonces, a un precio accesible, una clase algo mejor que la mera turística más barata, un asiento más espacioso; el obsequio de variadas bagatelas —una especie de portalápices en forma de un lápiz gordo y alto, gris y bastante feo, cepillo y pasta dentales, unos calcetines muy anchos para andar por el avión, un monedero y otros detallitos por el estilo. He olvidado la comida durante el vuelo, por lo que asumo que debe haber sido tan poco memorable como de costumbre. Pero recuerdo que las sobrecargos eran amables y sonrientes, aunque no les entendía nada cuando me hablaban en inglés.

Me hacía ilusión ir a visitar a mi hermano que había vivido un tiempo en el país eslavo. Ansiaba conocer Polonia, de la que tenía una confusa mezcolanza de conocimientos vinculados con la historia y la leyenda. Sabía que en distintas coyunturas históricas, había sido invadida, atacada y repartida, hasta desaparecer de la geografía política, pero que siempre había conseguido reconstruirse y recuperar su identidad. Había visto fotografías de Varsovia, destruida por los bombardeos, reducida a escombros, pero también de su infatigable y estóica reconstrucción por parte de los ciudadanos. Eso me emocionaba. Como toda mi generación, había leído novelas y visto filmes sobre la inhumana persecución de los judíos y los campos de concentración.

Al mismo tiempo, después de muchos años de estudiar las expresiones populares hispanoamericanas, no podía haber dejado de incursionar un poco en las leyendas polacas, me fascinaron. Recordaba especialmente una, reiterada en las guías de turistas y los cuentos infantiles; algunos solían situarla a finales del siglo xiii; otros solo se referían a aquel tiempo sin escritura, con relatos de transmisión oral, cuando Polonia era un pueblo de pescadores. Por supuesto se trata la leyenda de la sirena. Versaba acerca de que dos pescadores, ubicados entre los árboles, cerca del Vístula, escucharon una conmovedora canción. Después de escucharla varias veces descubrieron que la cantante era una muy bella náyade, salida del río. Planearon secuestrarla y regalarla a su príncipe, tomando la precaución de ponerse tapones en los oídos, pues sabían que si escuchaban su voz estaban perdidos. Una noche la sacaron, enmarañada en una red, y la encomendaron a un sirviente. Pero este, conmocionado ante su belleza y ante su voz, la liberó. Ella volvió al río dando saltos sobre su colapez por el campo y sus secuestradores, aunque la persiguieron, no pudieron atraparla de nuevo. La sirena desapareció por siglos. Otras versiones son distintas, hablan de que un pescador le salvó la vida a la ninfa acuática que había nadado durante horas en el río y estaba exhausta. Alguna propaganda asevera incluso que el nombre de la ciudad viene del de un pescador pobre llamado Wars y su mujer, una sirena llamada Sawa.

Lo importante fue que Varsovia, al ser declarada capital del país, puso en su escudo la imagen de una sirena con una espada, y con una rodela en un brazo, en actitud defensiva. ¿Quién podría resguardar mejor la ciudad que esta valiente mujer pez?

En ese vuelo no había películas, aún no era una costumbre tan generalizada. Durante un largo rato me dediqué a leer la novela del ucraniano polaco Jaroslaw Iwaszkiewicz, titulada Los abedules. La traducción se debe a mi amigo veracruzano-polaco Mario Muñoz y Barbara Stawicka, y cuenta con un esclarecedor prólogo de Sergio Pitol —de quien había aprendido todo lo (poco) que sabía de literatura polaca. Me importaba la novela porque años atrás, en la Cineteca Nacional que se quemó, con cintas y personas, cuando yo trabajaba en El Colegio De México, vi varias películas del extraordinario director polaco Andrzej Wajda. Conservaba muy vivas algunas imágenes de El bosque de los abedules (1970), inspirado por la narración que tenía entre las manos; tanto como de Las señoritas de Wilko (1979). Más vagamente recordaba que en algún cineclub de la UNAM había disfrutado de Cenizas y diamantes, del mismo director, basada en una novela de Jerzy Andrzejewski. Recientemente en la capital mexicana, volvió a recordarse en los diarios el incendio de la Cineteca, pues Juan Villoro publicó una novela del mismo título que la película de Wajda que se estaba proyectando cuando las llamas empezaron a invadirlo todo: La tierra de la gran promesa. Pero eso no tiene que ver pues fue después del viaje (la novela, no la peli ni el desastre).

Yo sentía una enorme curiosidad por ver abedules pues, como los que salían en la película, altos y frondosos, muy erguidos, con el tronco tapizado de diversas combinaciones de blanco y negro, y por supuesto, envueltos en neblina y vapores, no los había visto en México. Tampoco es que me interesara tanto en cuestiones de botánica, pero precisamente tanto los abedules de Iwaszkiewicz como los de Wajda eran mucho más que meras plantas.

En Los abedules, hay un hombre enfermo que llega a la casa de su hermano mayor ubicada en un pueblo, al lado de un bosque. El hombre, dueño de experiencia mundana, dotado de intenso sentimiento musical, tiene el cuerpo debilitado, sabe que pronto morirá; y busca en la remota provincia un motivo para dar sentido a sus días finales. Los hermanos, unidos por la sangre y la sombra de la cercana agonía del menor, se enemistan pronto por sus diferentes temperamentos, sus distintas experiencias de vida, y por celos. Para Mario Muñoz, parte del drama es el mismo bosque, ese “espacio de belleza deslumbrante, semejante a una catedral”. Paisaje y personajes se mueven “en una simbiosis de intensa vibración poética”; la naturaleza cobra dimensiones cósmicas. El ambiente de la trama se va tornando cada vez más opresivo y motiva a la reflexión sobre la vida y la muerte, sobre la condición humana…

La voz de una sobrecargo interrumpe mis visiones anunciando el aterrizaje, único momento de los vuelos que me asusta. Al bajar del avión en el Aeropuerto Varsovia-Chopin, lo primero que se ofrece a la mirada viajera es un gran piano negro de cola, que da una idea de lo mucho que significa la música en este país eslavo.

Varsovia

Los primeros días, cuando mi hermano se iba a trabajar, yo visitaba algunos museos que había planeado, la casa de Chopin, la de Mme. Curie…, una y otra vez vagaba por el centro histórico, custodiado por el monarca Segismundo III, desde su elevada columna; pasaba junto al Castillo Real, que cuidaba la entrada al casco antiguo de Varsovia, bardeado en partes y circundado por un foso, y a veces entraba en él para apreciar muebles, obras de arte, decoraciones históricas de la ciudad capital; caminaba asimismo por el Puente Gótico, por los callejones donde aparecía sorpresivamente una iglesia, una casa con ventanas artísticas llenas de flores, o una campana que pesó tanto que no la pudieron subir —corría la leyenda de que quienes la rodearan dando saltitos en un solo pie, de seguro regresarían. Y un día lleno de sol, en la llamada Plaza del mercado, descubrí la fuente de la Sirena, una mujer pez nada tierna, más bien musculosa, fuerte y beligerante, que luego vería reproducida en innumerables variantes.

Y no sigo porque este texto no intenta ser una guía turística. ¿O sí? Porque no puedo dejar de mencionar los cafés que están al aire libre en las plazas, donde servían pasteles para mí desconocidos, deliciosas crepas y singulares helados. Ni las seductoras tiendas de diversos tamaños donde admiraba las joyas de ámbar del Báltico, unas enormes bolas de cristal que giraban al darles cuerda y albergaban nacimientos; donde compraba figuritas exquisitamente talladas en madera, como las de músicos judíos vestidos de negro que llevan un violín y tienen la expresión más triste que es posible imaginar…

Marek Keller

Mi hermano me propuso ir al Parque Escultórico Juan Soriano, y platicar con su fundador, Marek Keller, por varias décadas pareja inseparable del artista plástico. El parque estaba situado en Owczarnia, bastante cerca de Varsovia, en una finca llamada Kazimierowka, dentro de una zona boscosa.

Mi entusiasmo no tenía límites. Años atrás (2001, creo) había viajado de la capital mexicana a Aguascalientes varias veces para impartir un curso en la Universidad. Las inevitables horas de espera en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, que recuerdo como un sitio lindo —¿sí fue así alguna vez o lo inventé?—, nunca me aburrieron, porque durante casi todo el bimestre se podía ver la exposición de unas cuantas esculturas de Juan Soriano. Un grupo pequeño, acordonado. Las contemplaba con el deseo imposible de tocar su textura, a causa de la ostentosa vigilancia. Los musculosos toros echados, las palomas gordas descansando, o erguidas, mirando a la lejanía, los pájaros esbeltos a punto de volar, aún guardaban cierta cercanía con la naturaleza que emulaban. No estaban incluidos los animales angulosos, geométricos, llenos de sugerentes recovecos y pliegues, que posteriormente había visto en otros sitios, a través de los cuales el escultor desafiaba y enriquecía la realidad inspiradora. Así el Pájaro que miraba todos los días en el Centro Cultural Universitario, cuando llegaba a mi trabajo; sus alas abiertas parecían darme la bienvenida. Me había empezado a atraer mucho la obra de Soriano, intentaba verla siempre que fuera posible, y me había deleitado la biografía escrita por Elena Poniatowska.

Tras unos veinte minutos en auto por campos medio despoblados, desde Varsovia, llegamos al jardín escultórico. Yo deseaba mucho conocer a Marek Keller, por lo que había escuchado de él; lo que había aprendido en el libro de Elena, los testimonios de Sergio Pitol, y lo que mi hermano, ahora al volante, me iba contando. Había visto también un cuadro donde Soriano pintó a Keller, de perfil junto a una ventana, en una embriagadora sinfonía de azul y violeta que interpretaba mi propia fascinación por las ventanas. Asimismo había mirado reproducciones de unas pocas fotos, donde Marek joven exhibía un armonioso cuerpo de bailarín.

Todo esto se agolpaba en mi mente, en el momento de los saludos; tenía frente a mí a un elegante y sereno señor de edad madura, cuya afabilidad propició la conversación.

Nos contó la historia del jardín, que ha relatado en numerosas ocasiones. Grandes viajeros, habitantes de muchas ciudades, planeaban Juan y él tener un enclave en Polonia, su patria. Deseaban un amplio campo para que las esculturas pudieran contemplarse en un entorno natural. Así se propusieron comprar una finca que les había parecido muy adecuada. Pero antes de hacerlo, regresaron a la Ciudad de México y, en 1986, Juan Soriano, ya reconocido internacionalmente como un artista plástico genial, falleció, Tenía 85 años y habían compartido la vida casi 30.

Vimos muchas aves: una gallina enorme alta, de pie, que en el vientre llevaba muchos huevos y estaba poniendo uno. Había un pato. Y un gran toro. Y, a lado del arroyo unas preciosas ranitas. Realistas o geometrizados, los animales de bronce verdoso parecían pertenecer al parque, como si hubieran nacido allí. Marek me animó a palparlas, como había deseado, e insistió en que Juan pensaba que al ser acariciadas, las esculturas cobraban vida.

Le comenté qué era una gran fortuna poder vivir rodeado de tanta belleza y esplendor, me respondió que la disfrutaba cada día pero que ya no resistía mucho el frío, y cuando se acercaba el invierno, volaba a México, donde había vivido tantos años y tenía buenos amigos.

Por supuesto le dije que anhelaba ver abedules, hablamos de Iwaszkiewicz y Wajda, muy familiares para él. Me respondió a unos pocos pasos de aquí hay un bosque, vamos.

Durante unos cuantos minutos en el bosque de abedules, perdí la conciencia de la realidad. El aroma, la humedad, la cerrazón de los árboles me transmitieron ese estremecimiento de estar cerca de la vida y la muerte. Pero pesaba más la vida, porque percibía el amor con que había sido construido el parque. No me hubiera extrañado que Juan estuviera escondido por ahí, como un duende travieso.

Nunca voy a olvidar ese luminoso día.

No hace tanto, el 3 de noviembre de 2023 falleció Marek Keller. No dudo que estará en un jardín edénico con Juan Soriano.

AQ

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