Toda la década del sesenta hubo conflictos en las universidades públicas mexicanas reivindicándose la autonomía. Estudiantes y profesores guerrerenses demandaron y consiguieron la autonomía universitaria en el movimiento de 1960, lo cual costó vidas humanas, generó una insurrección popular en la entidad y derrocó a un gobernador autócrata y asesino. Michoacán (1966) y Sonora (1967) estallaron después, una por la injerencia del gobernador en la sucesión rectoral y el alza de los pasajes urbanos, la otra por la irrupción policial en el campus universitario, ambas reprimidas por el Estado. Las demandas del movimiento del 68 eran la elemental observancia de las libertades civiles y el respeto de los derechos humanos (libertad a los presos políticos, destitución de los jefes de policía y del cuerpo antimotines, desaparición de este aparato de seguridad, derogación del delito de disolución social, indemnización a las familias de los muertos a causa de la represión del movimiento y fincar responsabilidades penales a los mandos de los órganos de seguridad), la salvaguarda de la autonomía universitaria y un reclamo democrático, por lo que puede considerarse el acontecimiento cardinal de la segunda mitad del siglo XX mexicano.
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Entre las clases medias, y no digamos en la derecha cavernaria, cierta simpatía inicial la causa estudiantil se tornó en temor conforme creció la movilización. El gobierno movió el aparato corporativo para simular un consenso público en torno de él mientras se barajaba una solución de fuerza ante la inminencia de los Juegos Olímpicos. El anticomunismo brotó debajo de las piedras. Vicente Lombardo Toledano convocó a cerrar “el camino a los enemigos de México”, responsabilizando a la Nueva Izquierda de cometer el crimen de alejar a los jóvenes del Tercer Mundo de las aulas en una movilización insensata e imitación burda del Mayo francés. Emilio Uranga, embozado en un pseudónimo, lanzó dardos envenenados contra el movimiento estudiantil. Octavio Paz renunció a la embajada en la India tras la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, evocando el recurrente río de sangre que brotaba de la pirámide trunca de la mexicanidad. Daniel Cosío Villegas intentó una “cálida comprensión humana” del “gran solitario de Palacio”, para después reprobar las acciones represivas del gobierno no sin antes alertar sobre la intervención de “alborotadores” dentro del movimiento. Salvador Abascal felicitó enfáticamente al presidente por la ocupación militar de Ciudad Universitaria. José Revueltas literalmente se mudó a la Facultad de Filosofía y Letras para participar directamente del acontecimiento, conformando con académicos e intelectuales —Eli de Gortari, Heberto Castillo, Luis Villoro, entre otros— la Coalición de Profesores de Enseñanza Media y Superior Pro Libertades Democráticas, aunque su actividad principal fue la elaboración teórica y conducción política del movimiento.
Al cumplirse el primer aniversario de la masacre del 2 de octubre, activistas trataron de que se oficiara una misa conmemorativa en la Iglesia de Santiago Tlatelolco y consideraron que Sergio Méndez Arceo sería el sacerdote idóneo. El obispo de Cuernavaca se negó para evitar resquemores por oficiar fuera de su diócesis, lo que no fue óbice para que el prelado llamara a una misa y convocar a la reflexión por todas las víctimas de aquel día, pero dentro de su jurisdicción eclesial. La misa, a realizarse el jueves 2 de octubre a las 8 de la noche en el Templo del Tercer Orden en el atrio de la catedral morelense, no se anunció públicamente en las parroquias optándose por distribuir algunos impresos donde se explicitaban el objeto y alcance de la homilía. La cuidadosa e incisiva pastoral del obispo refirió el autoritarismo, la venalidad de la prensa, la desigualdad social, la violencia de los opresores y aludió al socialismo. Comenzó interrogando acerca del motivo de la misa. Ésta era pertinente porque “los hermanos muertos el 2 de octubre” interpelaban no solo a los estudiantes o al Estado, sino a la sociedad en su conjunto, concernía a todos los mexicanos “porque en tan singular acontecimiento todos nos vimos representados”. Tlatelolco no era un suceso aislado, antes bien era “el punto álgido de una serie de acontecimientos de alcance nacional”. Ambas cosas exigían una reflexión colectiva, profunda y madura de los cristianos, la cual obstaculizó la prensa con la desinformación acerca de “nuestras realidades inocultables”. En ausencia de una esfera pública libre y plural, capturada por el poder, correspondía a la Iglesia realizar el examen ponderado de la realidad nacional.
Tras la justificación de esta intervención política, por supuesto el prelado no la llamó así, Méndez Arceo escudriñó las causas profundas del lastimoso acontecimiento. Ello lo condujo al análisis del capitalismo. Este sistema económico “opresor”, “desilusionante”, “inhumano” y “nefasto” es la “causa de muchos sufrimientos e injusticias”, provocando también la inconformidad de los oprimidos y una acción revolucionaria justificada de suyo y por la Biblia misma que “contiene la condenación irremisible de la violencia de los opresores y estimula la violencia de los oprimidos”, a la que el Concilio Vaticano II añadiría: “no optar por la lucha de los oprimidos es colaborar a la violencia de los opresores”. Frantz Fanon se habría congratulado del eco latinoamericano de su obra. Sin embargo, el obispo de Cuernavaca introdujo un matiz a manera de hipótesis que ofreció una vía alterna a aquella disyuntiva: “si hubiese un tercer camino eficaz —la no violencia activa, por ejemplo—, tendría el cristiano que optar por ella”. No correspondería al pastor señalar la ruta que debería seguir su grey, que excede los fines de una Iglesia impedida de “señalar la meta o camino”, pero sí sería apto para estimular “el compromiso de buscar, con generosidad y entereza”, de reflexionar en “nuestras asambleas eucarísticas” sobre los “compromisos con quienes buscan la superación del sistema violento sobre el que está montada nuestra sociedad capitalista”.
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de ‘Vuelta a la izquierda’ (Océano, 2020).
AQ