Mi cuerpo y yo | Segunda parte

Ensayo

El yoga constituye un campo de búsqueda, desarrollo y realización de enormes alcances, que involucra al cuerpo todo y llega hasta el fondo mismo de la conciencia, y tiene además la capacidad probada de sanar.

Las sesiones de yoga pueden ser muy apasionantes. (Unsplash)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

En la entrega anterior comenzamos a explorar las dos primeras áreas de nuestra realidad corporal —completamente superpuestas con la conciencia— sobre las cuales podríamos decir y hacer algo de provecho para nuestro bienestar, y antes de continuar va una aclaración: junto con el gusto de proponer indagaciones de tipo filosófico también cabe la intrigante posibilidad de llevarlas a la práctica mediante una especie de compromiso personal, siempre sujeto a la comprobación de sus méritos o falta de ellos, y a eso le estamos apostando en esta serie de artículos.

Así, para terminar con el anterior tema de la cercanía con el suelo, invitamos al lector a emprender, desde ya, una solución mixta: escoja algunas actividades dentro de su casa o su trabajo durante las cuales pueda sentarse en el piso, y simplemente hágalo. Si tiene niños, ya no les impida reposar en el suelo y más bien imítelos. Existen varias posiciones para estar sentado en el suelo (sin zapatos), y por fortuna la altura de la mayoría de las mesitas de sala es justo la necesaria para comer en ellas desde esa posición.

Continuamos entonces con el tercer caso de estudio: el ejercicio físico

El artículo “Evolucionados para hacer ejercicio”, de Herman Pontzer, Scientific American, enero 2019 explica [en traducción mía]: “A diferencia de nuestros primos simios, los humanos requieren altos niveles de actividad física para mantenerse sanos… Las nuevas investigaciones revelan que a medida que la anatomía y el comportamiento humanos cambiaron durante los últimos dos millones de años, también lo hizo la fisiología. Nuestra fisiología se adaptó a la actividad física intensiva requerida por la caza y la recolección”, y muestra la enorme importancia del ejercicio para la vida, pues estamos hechos para movernos, y nuestra naturaleza nos pide lo contrario a quedarnos reclinados en el sofá viendo la televisión, o ahora el celular.

Sin embargo, pocos de nosotros realizamos mayor actividad o ejercicio físico, y además muchas veces los gimnasios, los deportes organizados y, en general, la cultura de esmero por los músculos sirve más para atender lo superficial que para cuidar y nutrir el funcionamiento de los sistemas vitales.

En forma por demás paradójica, lo anterior también se llega a aplicar a las actividades dirigidas a fortalecer el sistema cardiorrespiratorio (como la natación, la carrera y el “aerobics”), porque privilegian ciertos grupos de músculos y desatienden o ignoran muchos otros pues consisten en una muy limitada serie de movimientos repetitivos, al grado de esta un tanto extrema opinión de un maestro de yoga al exponer la forma de operación de los ejercicios atléticos y sus resultados a largo plazo: “De hecho, la mayor parte de lo que la gente llama ejercicio hoy en día podría calificarse de crueldad. La prueba puede advertirse en quienes practican esto en forma intensiva; vea por ejemplo a los atletas y bailarines profesionales; después de unos pocos años terminan inutilizados […] Los peores estudiantes en mi clase siempre son los atletas de alto rendimiento”.

Aparte de sus innegables virtudes, las actividades atléticas de este tipo ofrecen relativamente pocos beneficios a los sistemas nervioso, endocrino, gástrico, reproductivo, excretor y linfático, entre otros, al menos comparados con los obtenidos por los sistemas músculo-esquelético y cardiovascular.

Lo anterior de ninguna forma significa ni implica que no haya que hacer deporte, por supuesto que no, sino más bien invitar al lector a averiguar acerca de la existencia de otro tipo de ejercicio, fundamentalmente diferente por estar basado en principios “internos” y no provenientes de presiones, fuerzas y motivaciones externas al cuerpo y al estado mental.

Me refiero, claro, al yoga (en español no está claro si es “el yoga” o “la yoga”; algunos autores proponen que la versión en femenino designa los ejercicios mismos, mientras que en masculino se refiere al extenso y elaborado sistema filosófico completo).

Aunque aquí no sea el sitio para abundar sobre el tema, sí diremos que el yoga constituye un campo de búsqueda, desarrollo y realización de enormes alcances, que involucra al cuerpo todo y llega hasta el fondo mismo de la conciencia, y tiene además la capacidad probada de sanar, cambiar y mejorar sustancialmente la vida de quienes lo practican.

Sin temor a equivocación podría decirse que la yoga constituye a la vez un ancestral sistema de conocimiento interior, un extenuante y vigorizador régimen de ejercicio físico, un método de relajación profunda, un medio de renovación espiritual y una práctica de “meditación en acción”, todo combinado en forma por demás armónica y propia, y sin requerir ni solicitar ninguna creencia o adhesión a dogmas, revelaciones o cultos.

Por supuesto, la yoga no es una religión; y si uno tiene una religión, igual puede hacer yoga. Si hubiera que emplear una sola palabra para referirse a la yoga, esta sería “sanación”. Es imprescindible recordar que “espiritual” no tiene por qué ser sinónimo de “religioso”, sino más bien se refiere a aquello que en la experiencia humana acompaña, y da sentido, a lo material.

Para practicar yoga no se requiere de mayores instalaciones ni equipos, y se puede realizar tanto en grupo (en una clase) como en forma individual y guiada por algún libro o un método de entre los muchos existentes en internet. Además, se puede comenzar a cualquier edad, sin importar la condición física del momento, pues en realidad uno trabaja consigo mismo y no hay jueces ni calificaciones. La meta son esos pocos centímetros que faltan para poder tocarnos los talones, o tal vez conseguir la aparente imposibilidad de mantenerse inmóvil en una cierta posición.

Aunque se pudiera pensar que los ejercicios de yoga se refieren a ciertas posturas un tanto “raras” y estáticas a la vista, cualquier practicante de esta disciplina conoce y experimenta una dialéctica conjunción que bien podría llamarse “inmovilidad dinámica”, que al principio además puede resultar extrañamente difícil, sudorosa y extenuante, no obstante carecer casi por completo de movimientos rápidos o “atléticos”. Las diversas posiciones de yoga logran ejercitar en formas insospechadas todos los ligamentos, músculos y articulaciones del cuerpo, empleando solo la elongación muscular y la gravedad como fuerzas opositoras, y sin requerir de impulsos, tensiones o empujes provenientes de fuera. Es casi lo opuesto de las maniobras atléticas, y sus efectos llegan mucho más allá de los músculos superficiales, pues incrementan y redirigen el flujo sanguíneo (y linfático) para estimular los órganos internos.

Tradicionalmente, existen ocho formas (o niveles crecientes) de yoga, aunque en términos prácticos mediante el Hatha yoga se pueden combinar varios de los aspectos relevantes de casi todas ellas:

Kárma yoga: Referida al control sobre las acciones del individuo y sus consecuencias.
Hatha yoga: Práctica física integrada de asanas (posturas) y pranayáma (respiración).
Rája yoga: Referida a los procesos mentales y la meditación.
Vedánta yoga: Filosofía práctica del conocimiento mediante la experiencia.
Bhakti yoga: Práctica piadosa cotidiana.
Mántra yoga: Manejo interior de los sonidos y las vibraciones.
Jnána yoga: Estudio avanzado del conocimiento.
Láya yoga: Estudio avanzado del pensamiento abstracto.

Las suposiciones básicas del yoga son que el cuerpo es el recinto de la espiritualidad viviente, que al individuo le toca la responsabilidad de limpiarlo y mantenerlo, y que debe tener la voluntad de reemplazar sus malos hábitos con buenas prácticas. Así, el trabajo metódico conseguirá la fe en sí mismo, el autocontrol, la determinación, la concentración y la paciencia.

El canon del yoga está contenido en una obra clásica que el sabio hindú Patanjali compiló hacia el año 200 antes de la era común basándose en tradiciones ancestrales, pues el inicio del yoga se pierde en los orígenes del tiempo. Los concisos sutras o aforismos de Patanjali describen un completo y complejo camino de vida compuesto por ocho fases conformadas en forma creciente, pues cada una es en realidad un requisito para la siguiente. Naturalmente, existen correspondencias entre las recién expuestas ocho formas de yoga y estas fases (conocidas como ashtánga, los ocho miembros del sistema del yoga):

Yáma: Evitar en forma activa cinco comportamientos negativos: dañar a los demás, robar, mentir, ser posesivo o codicioso, negar o rechazar la espiritualidad.
Niyáma: Propiciar cinco comportamientos propositivos: mantener el cuerpo y la mente puros, autodisciplina, entrenamiento de los sentidos, estudio de lo espiritual, entrega a lo espiritual.
Asana: Este es el enorme conjunto de las posturas de la yoga “física”.
Pranayáma: Elaboradas técnicas de control de la respiración, necesarias para las siguientes fases.
Pratyáhara: Estado de ser dirigido hacia el interior, mediante el control de los sentidos.
Daráṇa: Prácticas de concentración mental requeridas para la meditación.
Dhyána: Estado meditativo.
Samádhi: Estado final de unión.

Las dos primeras (Yáma y Niyáma) están contenidas en la práctica del Kárma yoga; las siguientes dos (Asana y Pranayáma) se aprenden en el Hatha yoga y cierran lo que podría llamarse los aspectos “externos” de la práctica del yoga. Pratyáhara inaugura los siguientes cuatro aspectos “internos”; Daráṇa se estudia en el Rája yoga y abre la puerta hacia Dhyána, la fase de la conciencia meditativa, previa a Samádhi, el estado de absorción unitaria entre el cuerpo y la conciencia.

Aun sin llegar a estos niveles, posteriormente recogidos también por el budismo, que requieren dedicación de prácticamente toda una vida (¡o más!), el yoga no es un camino fácil, pero sí logra transformar la realidad cotidiana para bien. En palabras del erudito y primordial investigador rumano en temas de culturas iniciáticas Mircea Eliade, ya citado en un artículo previo: “El yogui [el que alcanza la iluminación] realiza igualmente un sueño, que obsesiona al espíritu humano desde los comienzos de la historia: coincidir con el todo, recobrar la unidad, rehacer la no-dualidad inicial, abolir el tiempo y la creación; y en particular, suprimir la bipartición de lo real en objeto-sujeto” (Mircea Eliade, Yoga: inmortalidad y libertad (1954), p. 81).

En un nivel profundo, explica Eliade, “Sabemos ahora que esta ‘Muerte anticipada’ es una Muerte iniciática, vale decir que está seguida, necesariamente, por un re-nacimiento [...] El ideal del yoga consiste en vivir en un ‘presente eterno’, fuera del Tiempo. El ‘Liberado en vida’ no goza ya de una conciencia personal, o sea alimentada por su propia historia, sino de una conciencia-testigo, lucidez y espontaneidad puras... El renacimiento iniciático, para el Yoga, se traduce en la obtención de la inmortalidad o de la libertad absoluta” (pp. 344-345).

En una especie de “revelación a posteriori” acerca de estos planos superiores de entendimiento de las cosas mundanas, tan alejados de nuestras vivencias, anhelos y sufrimientos cotidianos, me encontré con este poema del autor mexicano Audomaro Hidalgo, publicado en un número reciente del suplemento cultural Laberinto, y no resisto la tentación de mostrarlo aquí:

La piedra no habla
ni sabe de la vuelta de los mundos;
permanece, simplemente está, no desea
llegar a ninguna parte. Es

lo que nos dice, su sola sencillez,
la primera forma del tiempo
que tuvieron los hombres en sus manos.

Dentro suyo late un mar incierto,
todo el fuego del día,
la escritura del canto
que deja el pájaro al marcharse.

No la inquieta la luz
falsa de las construcciones fingidas,
ni la ensombrecen las caravanas
de las nubes efímeras.

Hace de su aislamiento una virtud,
de su concentrado silencio
una defensa contra los derrumbes
y el griterío de los córvidos.

Contra la noche queda despierta.

Dura flor
la piedra respira, escucha
su propio centro inamovible, pule
lo que dice su más oscura esquina:

ser

una vibración quieta.

Y bueno, poniendo de nuevo los pies en nuestro tema inicial, definitivamente recomiendo la lectura de algún libro de yoga o, mejor aún, emprender la aventura de incursionar en este sabio, profundo e impresionante caudal de conocimientos y prácticas de salud física y mental. Existen además muchos excelentes métodos y libros para enseñar yoga a los niños, combinando las posturas con juegos de imaginación y exploración del cuerpo. Por otro lado, algunos libros de yoga están dedicados específicamente para las mujeres embarazadas.

(Entre paréntesis, la primera diferencia que salta a la vista entre una sesión de hatha yoga y una sesión de, por ejemplo, aerobics o pesas en un gimnasio, es el silencio de la primera y el estruendo musical y las animadas conversaciones de las segundas… lo cual también explica su mayor popularidad.) Cometería usted un gran error si pensara que las sesiones de yoga son aburridas; muy por el contrario, pueden ser apasionantes. Inténtelo.

Seguiremos…

Guillermo Levine

fil.tr.int@gmail.com

AQ

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