Milan Kundera se definió siempre como un novelista. No tenía otra ideología ni otro credo que el del arte de la novela. Su herencia cobra mayor relevancia por sus reflexiones sobre este arte, en tres libros en los que reflexionó acerca de los valores que la novela aporta a la vida humana: El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1992) y El telón (2005), a los que debemos agregar Un encuentro, esa pequeña obra maestra en la que, en 2009, a punto de decir adiós a la escritura —solo le quedaba entregar al editor La fiesta de la insignificancia—, Kundera resumía su pensamiento literario y ahondaba en sus viejos temas existenciales y estéticos, encontrándose con algunas obras maestras de la literatura, la música y la pintura, y abordando cuestiones transitadas en sus libros anteriores, como el hecho de que la novela es el único artefacto construido por el ser humano que puede explicarlo a sí mismo.
Fue precisamente eso lo que Milan Kundera intentó desentrañar en sus novelas: el papel del individuo frente a la historia, la memoria, el poder, como puede comprobarlo el lector en La broma, La vida está en otra parte, La inmortalidad, La insoportable levedad del ser, La lentitud o La ignorancia, donde abre la puerta a territorios de libertad en los que el género novelesco es un hecho sin fronteras caracterizado por el humor, la ironía, la suspensión de la moral, la huida de las servidumbres formales, la intencionada ausencia de tesis e incluso de una trama. No en balde escribió que “si el valor estético no existiera, la historia del arte no sería sino un inmenso depósito de obras, cuyo orden cronológico carecería de sentido. E, inversamente, el valor estético de un arte es solo perceptible en el contexto de su evolución histórica”.
Como Juan Goytisolo apuntó alguna vez siguiendo a Milan Kundera, la historia de la novela, desde la transformación de Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha, es la de una mutación paralela al arte de escribirla, de Henry Fielding, Laurence Sterne y Gustave Flaubert, a Marcel Proust, James Joyce y la gran novela centroeuropea de la primera mitad del siglo XX: “una historia que no sigue los pasos de la Historia con mayúscula en su repetición azarosa de guerras y conquistas, ni los de la ciencia y las innovaciones técnicas”, pues, como escribió Kundera, “aplicada al arte, la noción de historia no tiene nada que ver con el progreso; no implica un perfeccionamiento, una mejora, una ascensión; se parece a un viaje emprendido para explorar tierras ignotas, a fin de inscribirlas en un mapa”.
Kundera sostiene que la ambición del novelista “no es superar a sus predecesores, sino ver lo que no han visto, decir lo que no han dicho. La poética de Flaubert no desacredita la de Balzac, del mismo modo que el descubrimiento del Polo Norte no vuelve caduco el de América”. La historia de la novela es así, como decía Goytisolo, “la de una cartografía de la novela que se extiende y ramifica a partir de un punto común”.
Kundera distinguía que una obra de arte puede situarse en el marco de dos contextos elementales: ya sea en el de la historia de su nación (el pequeño contexto), ya en el de la historia supranacional del arte (el gran contexto). “Estamos habituados a considerar la música, con toda naturalidad, en el gran contexto [...]. Al contrario, por el hecho de que la novela se halla ligada a su lengua, es estudiada casi exclusivamente en todas las universidades en su pequeño contexto nacional. Europa no ha logrado concebir su literatura como una unidad histórica, y no me cansaré de repetir que en ello radica su irreparable fracaso intelectual”. Lo mismo ocurre con la literatura escrita en lengua española, la del llamado Territorio de La Mancha del que hablaba Carlos Fuentes, donde, a pesar de que es absurdo estudiar a García Márquez en el contexto colombiano, a Fuentes en el mexicano, a Carpentier y Cabrera Infante en el cubano, a Vargas Llosa en el peruano o a Cortázar en el argentino, ya que su obra no encaja en las fronteras de sus respectivos países y se inscribe en el mapa de una geografía poco explorada, se insiste en que cada uno vaya por su lado y se ubique en un mapa convencional y restringido. A Kundera se le acusó de ser poco checo, pero, como él mismo argumentaba, no hay otras nacionalidades que la rabelaisiana, la cervantina, la flaubertiana.
En un sentido estrictamente formal, Kundera solo cree que la novela es una investigación de las posiciones morales y no una afirmación de ellas. Hemos de entender antes de juzgar, sostiene. Y este es uno de sus mayores legados. Por otra parte, para él es importante encontrar elementos de formas musicales en la novela y establecer, como lo hizo, paralelos entre la estructura de un cuarteto de Beethoven y una de sus propias obras. En esto se hermana con Thomas Bernhard: la exactitud de los temas musicales, que no puede ser parafraseada, también encuentra un paralelo en la exactitud del léxico.
Kundera reflexionó en espiral sobre una serie de temas que incluyeron las percepciones que tenemos de la vida, el arte y el erotismo, desde las hermandades generacionales de la juventud a la soledad de la vejez, sin descontar la peligrosa trampa de la inmortalidad del artista, enfrentado al dilema de crear una obra que pudiera sobrevivirle. Pero en el centro de su pensamiento estuvo siempre el arte de la novela, un arte intransferible a cualquier otra manifestación artística, como dejó muy claro cuando afirmó que “para convertir una novela en obra de teatro o filme, hay que descomponer ante todo su composición; reducirla a su simple trama; renunciar a su forma específica. Pero ¿qué queda de una obra de arte si se le quita su forma? Se piensa prolongar la vida de una gran novela mediante una adaptación y no se hace sino construir un mausoleo en el que solo una pequeña inscripción en el mármol recuerda el nombre de quien no está allí”.
Tenía razón Juan Goytisolo al considerar que las novelas y los ensayos de Milan Kundera son imposibles de separar, y que en su conjunto esas obras perturbarán y molestarán a quienes asienten sus certezas en unos métodos críticos que rechazan a cuantos se resisten a ingresar en el conformismo y no optan por dejarse encasillar en unos esquemas ajenos a su heterogénea e irreductible singularidad.
En este sentido, Milan Kundera observaba que lo opuesto al arte verdadero, como pensaban los franceses, era el entretenimiento. Por eso detestaba a Tchaikovsky, Rachmaninoff y Horowitz, y odiaba las grandes películas de Hollywood. Le gustaba la risa, aunque pareciera terriblemente serio, sobre todo cuando debía deplorar la existencia de esos críticos que declaraban que la novela había muerto.
AQ