Uno de los detalles más estremecedores de La peste, de Albert Camus, es el ruido que el francés describe conforme el mal se va esparciendo, esos rumores que invaden la soledad, la zozobra o el sufrimiento de la cuarentena. El estrépito, inducido en mayor medida por el aullido de dolor de los enfermos, agobia a los habitantes de Orán con los peores presagios, convirtiendo al pánico irracional en tristeza infinita pues aunque la ciudad argelina en que Camus sitúa su novela es un sitio feo, como puntualiza el narrador, al menos la evidencia de que la vida sigue podía corroborarse en las resonancias habituales de antes de la epidemia.
- Te recomendamos Los artistas y la pandemia Laberinto
La plaga funda un pueblo de enemigos. Todos víctimas y victimarios debido a la enfermedad; todos conscientes de ese ruido de fondo que aniquila lentamente en vida, porque en la segregación irrevocable, los ciudadanos de Orán terminan por acostumbrarse a tres estados de ánimo (o tipos de existencia): la violencia de los vivos, el duelo ahogado en el entierro de los muertos, la pena de los separados. La parábola que Albert Camus trazó a partir de esa epidemia propagada por las ratas, es la enfermedad como prisión. Mental, cuando las rejas son el contagio genuino o aparente; física, cuando repercute en el aislamiento o el exilio. No obstante, ambos calabozos comparten una música siniestra.
En la ciudad en la que ha enmudecido la estampida de los coches, de las máquinas y de la algarabía, ahora sólo se escucha una interminable, desgarradora, sinfonía de llanto, pasos desesperados y voces sordas. Quizá es por eso que de todos los rumores que estallan en La peste, el más significativo sea el de las parejas que, una vez que Orán tiene la plaga contenida, vuelven a reunirse, pues, “en la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido”, por encima de los estertores de la fiesta y el bullicio que le devuelve a la ciudad su antiguo carácter.
La peste es un aciago recordatorio de que en el mundo la serenidad está siempre amenazada, ya que los bacilos, del tipo que sean, pueden permanecer paralizados o dormidos en los muebles, en la ropa, en las alacenas o bodegas o pañuelos o animales o utensilios o alimentos o en uno mismo, y brotar o resurgir como amenaza orgánica y mental y encarcelarnos en la peor de las mazmorras, esa de la que a veces resulta difícil, si no imposible, escapar.
Por ejemplo, en algunas regiones de Estados Unidos, a las compras de pánico por el coronavirus se han agregado pistolas y fusiles. ¿Para mantener a raya a los microbios que alguien tosa o estornude? ¿Para defender (o arrebatar) las provisiones en un posible escenario de escasez? ¿Para reforzar la vigilancia de los aislamientos?
Las fronteras comienzan a cerrarse. El espacio aéreo corre el riesgo de ser acordonado por retenes invisibles. Entuertos diplomáticos por asuntos migratorios o colosales desvaríos culpando de la emergencia sanitaria a las dictaduras, los populismos o las falsas democracias. Tránsito condicionado, rutinas suspendidas, ciudades desiertas, fake news. Hoy, la música de la cuarentena no son los quejidos ni los pisotones abatidos ni los murmullos de pavor y de congoja, como en la novela de Albert Camus, sino una estridente batahola en la que lo insensato tiene serias posibilidades de avasallar a la razón.
SVS | ÁSS