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"Concebimos el nacionalismo como un sentimiento de masividad a flor de piel que explota ante cualquier cielito lindo", escribe Armando González Torres

"Quienes no gustan de los mariachis y el pozole suelen ser acusados de traición a la patria". (Fototeca Milenio)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Las celebraciones de las fiestas septembrinas son embarazosas para quienes no gustan de los mariachis y el pozole, pues suelen ser acusados de traición a la patria. Concebimos el nacionalismo como un sentimiento de masividad a flor de piel que explota ante cualquier cielito lindo; sin embargo, el nacionalismo cultural mexicano es una larga mezcla y sedimentación de experiencias históricas, posturas intelectuales y realizaciones artísticas. 

La primera huella de esta sedimentación se encuentra antes de la Independencia, en el poderoso sentimiento de singularidad del criollismo novohispano (y sus invenciones del clasicismo indiano, el precristianismo americano y la virgen de Guadalupe); se fortalece con las luchas por la Independencia; se curte con las batallas contra las intervenciones extranjeras y experimenta su clímax después de la Revolución.

En la primera mitad del siglo XX, el nacionalismo constituyó un movimiento cultural rico que, con razón, imantó la imaginación de su tiempo. Si el nacionalismo fue una política pública hábilmente encauzada por Vasconcelos y sus sucesores, también fue un clima de ideas vivas que atrajo a muchos creadores eminentes de la época y que, en sus mejores manifestaciones, incluyó espontaneidad y rigor artístico, experimentación y nostalgia, confluencia de lo local y lo universal.

Sin embargo, el nacionalismo también sufrió delirios de grandeza; fue medio de instrumentalización y cooptación política y, al lado de sus cumbres estéticas, dejó sobreabundancia de mediocridad y cursilería. Por lo demás, el nacionalismo cultural, aunque no fue racista ni belicista, tuvo un ángulo faccioso que arremetió contra quienes no se plegaban a sus ortodoxias (los Contemporáneos, Alfonso Reyes, Octavio Paz).

Los debates de la primera mitad del siglo pasado entre nacionalismo y cosmopolitismo, entre literatura pura y comprometida, entre cultura de élite y revolucionaria parecerían enterrados en nuestra más remota (y divertida) arqueología polémica; no obstante, actualmente desde instancias culturales oficiales se reviven estas discusiones en su carácter más anacrónico y enconado.

Desde luego, repensar la dialéctica entre lo nacional y lo universal no es ocioso en un entorno en el que en muchos países emblemáticos de la modernidad se imponen ideologías nativistas y supremacistas y en el que los nuevos proteccionismos amenazan con frustrar las ilusiones de la globalización. Si bien este entorno amenazante requiere una manera inteligente de entender los intereses nacionales, lo que menos se necesita es un nacionalismo de sombrero y canana, sino una conciencia de las experiencias históricas, las coincidencias intelectuales y las afinidades culturales que, en una sociedad democrática y plural, identifican a los individuos como parte de un consenso nacional. Un ejercicio muy parecido, por cierto, al que practicaron hace décadas ovejas negras y nacionalistas vergonzantes, como Reyes o Paz.

​ÁSS

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