Michael Young (1915-2002) creció en un hogar disfuncional, con poca atención de sus padres y expuesto a toda clase de derivas. Gracias a que los dirigentes de una institución educativa innovadora descubrieron sus virtudes, pudo estudiar y convertirse en uno de los más eminentes sociólogos ingleses del siglo pasado.
Young fue un progresista que impulsó múltiples proyectos sociales y educativos. Paradójicamente, este auténtico fruto de la cultura del esfuerzo, llegó a pensar que la idolatría del mérito individual podría socavar la solidaridad y, en 1958, escribió El ascenso de la meritocracia, 1870-2033, una distopía sobre una sociedad donde la obsesión por el mérito individual crea un cruel abismo dinástico entre supuestos talentosos y tontos, hasta que esa oligarquía meritocrática es derrotada por una revolución.
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Hoy, como en esa ficción, la noción del mérito, fundamental en el arte y la vida moderna, es cuestionada desde distintos frentes, no siempre por buenas razones. Desde hace décadas, corrientes como los estudios culturales niegan el valor artístico intrínseco o la existencia de jerarquías entre expresiones estéticas y conciben cualquier pretensión de canon como un crudo testimonio de las hegemonías sociales. En otro orden, el mérito, expresado en el logro escolar, la trayectoria laboral o el conocimiento experto, tiende a ser desdeñado por discursos políticos basados en el resentimiento.
Desde luego, hay muchas y fundadas razones para desconfiar y, en La tiranía del mérito (2020), Michael Sandel expuso algunas de las más relevantes: la idea del mérito a menudo legitima ventajas adquiridas de antemano (fortuna, educación, relaciones); es excluyente y clasista y desprecia muchas otras formas de realización personal y vida buena. Sin embargo, como sugiere Adrian Wooldridge en The Aristocracy of Talent. How Meritocracy Made the Modern World (2021) la solución a los excesos de la meritocracia, no es anularla (y con ello anular algunos de los más eficientes incentivos sociales y morales de la vida contemporánea) sino depurarla y hacerla más efectiva. Para que la noción de meritocracia funcione hay que hacerla más meritocrática, premiar la verdadera aptitud y el esfuerzo, buscando pisos parejos, aminorando desventajas sociales y estimulando la detección y desarrollo del talento, independientemente de su origen.
Por lo demás, el cultivo del mérito no debería entenderse únicamente como la persecución de credenciales, ni debería implicar un sentimiento de excepcionalidad e infalibilidad sino, al contrario, enfatizar la empatía y el respeto a los demás, así como la responsabilidad social. Se trata de una discusión abierta y urgente (el debate entre Sandel y Wooldridge es un paradigma de inteligencia y urbanidad polémica), pues no es posible ignorar las muchas injusticias, imposturas y simonías que se perpetúan bajo la ilusión meritocrática, pero tampoco es posible caer en la demagogia y el imperio de la mediocridad.
AQ