Luego de casi seis años de perseverar, el director Aarón Hernández Farfán estrenó Su seguro servidor, Orson Welles, obra que trae al presente al genio estadunidense después de su cumpleaños número 70, empeñado en terminar su película El Quijote.
El dramaturgo Richard France recrea en su obra a un Welles político, en contra del racismo y evocador de sus hazañas, instalado en un tiempo que parece detenerse al ritmo de sus recuerdos, dependiente de apoyo para continuar su quehacer artístico y de acicates para asirse a la realidad.
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Juan Carlos Vives en el papel protagónico y Florencia Ríos como su asistente evidencian la decadencia en rebeldía de un hombre que hasta el final de sus días se aferró a su creatividad y talento.
En el escenario, el elemento clave es un mullido sillón gris, que cual trono contemporáneo contiene la robusta humanidad de Welles.
La voz del personaje es amplificada por dos micrófonos, que dan la impresión de ser la única vía de oxígeno para este brillante comentarista radiofónico que transporta al público hacia la magia envolvente de lo que expresa, aunque en esta ocasión, a buena distancia de La guerra de los mundos, se trate de anuncios de laxante o de vino.
La voz de este Welles-Vives que transporta, seduce y se incrusta en la imaginación, es la guía que conduce al espectador por el ocaso de un hombre que se resiste a desaparecer, sin dejar una sarcástica y resignada muestra de lo que fuera la inmensidad de su talento.
La presencia de dos actores jóvenes en el rol de técnicos de sonido, Aarón Yamil y Fernando Luna, si bien se percibe ligera e incidental, apuntala con sorna e indiferencia la compasión que generan las personas aferradas a sus viejas glorias como a una tabla de salvación.
El texto, apoyado dramatúrgicamente por Vives y por el director para que el personaje femenino fuera más que sólo una voz e interactuara escénicamente con el fundador de la compañía Mercury Theatre, revela la complejidad de pensamiento del mítico Welles, necesitado de una última espectadora, aunque ésta pudiera estar solo en su mente.
La actuación de Vives pasa más por el tamiz humano que por el megalómano, hasta el momento en que acerca el micrófono a su boca, que es cuando su modulación, la diversidad de significados y tonos, el manejo cambiante del volumen y una chispa de soberbia abren camino al universo del hombre que criticó a William Randolph Hearst, el magnate de la prensa estadunidense.
Estas escenas, más aquellas en las que el personaje de la chica transita progresivamente de la paciencia y la escucha al hartazgo, incluido el rechazo al acoso, enriquecen el montaje que nos acerca, mediante un humor reflexivo, al polémico personaje.
La escenografía e iluminación de Teresa Alvarado abren el espacio escénico como si se tratase de una toma abierta que siembra la sensación de soledad y carencia, después de haber proyectado la imagen del Quijote y de Sancho, concebidos por quien fuera mucho más que cineasta.
La admiración elocuente del director hacia Welles es quizá lo que le llevó a elegir a un actor, director, dramaturgo y maestro como Vives para encarnar a un mito en su vulnerabilidad, a la orilla de su soberbia.
El texto de Richard France, también autor de The Theatre of Orson Welles y de Orson Welles on Shakespeare, recuerda las proezas del cineasta en su propia voz y juega con su capacidad creativa, al tiempo en que expone al hombre enamoradizo, anclado en la imagen de Rita Hayworth, y para quien lo común sería tal vez plantar besos como si entintara papeles blancos.
Sobre el escenario, con trajes de gala a la espera de ser usados, consolas de sonido y un biombo de espejos, además del sillón-trono, la figura de un Vives-Welles, enfundada en su abrigo encarnado, crece y se achica como la de un personaje que más allá de su ímpetu y su talento deja claro la fragilidad inmensa de los elementos que constituyen al ser humano, al margen de su grandeza.
ÁSS