“Un buen vino es como una buena película: dura un instante y deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador.” Además de que se pueden aplicar a gran parte de su filmografía, caracterizada justo por el buen sabor de boca que deja de modo definitivo en el espectador, estas palabras de Federico Fellini (1920-1993) llevan a pensar en una de las mayores carencias del cine contemporáneo: la conjunción de goce estético y goce vivencial. De un tiempo a la fecha escasean las cintas que marcan como los mejores vinos, creando esa sensación de placer profundo y efímero que sin embargo gana permanencia en la memoria, en la vida misma; dicho de otra forma, se extrañan los filmes que generan una embriaguez de los sentidos.
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Consciente de ese hueco, el director y escritor Paolo Sorrentino (1970) entregó La gran belleza (2013), su sexto largometraje, que obtuvo el Oscar y el Globo de Oro en la categoría de mejor película extranjera y lo confirma no solo como una de las promesas cumplidas del cine italiano actual sino como uno de los herederos más sagaces y sensibles de las enseñanzas fellinianas. Porque, primero que nada, La gran belleza es una apuesta por la libertad narrativa y la pulsión dionisiaca que Fellini exploró por ejemplo en La dolce vita (1960) y 8½ (1963), clásicos que Sorrentino homenajea de manera palpable. Encarnado por el extraordinario Toni Servillo, actor fetiche de Sorrentino —antes de este filme trabajaron juntos en L’uomo in più (2001), Le conseguenze dell’amore (2004) e Il divo (2008), este último sobre el influyente político Giulio Andreotti—, Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, remite tanto al Marcello Rubini de La dolce vita como al Guido Anselmi de 8½: inolvidables criaturas interpretadas por el aún más inolvidable Marcello Mastroianni. Al igual que Rubini, Gambardella es un escritor que ha hallado en el periodismo más bien frívolo un modus vivendi que le permite codearse con el jet set de Roma; al igual que Anselmi, Gambardella acude a sus fantasmas y recuerdos en busca de la clave para enfrentar el vacío existencial que lo merodea. Los tres, por si fuera poco, son hombres fascinados y perturbados por el eterno femenino descrito por Goethe.
La fabulosa secuencia inicial de La gran belleza establece el tono libertino y a la vez crepuscular que cruza toda la trama: una fiesta en la que la cámara sinuosa de Luca Bigazzi pinta un fresco de la alta sociedad romana antes de detenerse en Gambardella, el motivo de la celebración, quien baila mientras rememora un episodio crucial de su infancia. Ese vaivén tenso entre la nostalgia por un ayer irrecuperable y el vigor de un ahora suntuoso aunque decadente, visible en los contrastes arquitectónicos de Roma, da a Sorrentino la oportunidad de diseñar un mosaico que, según ha manifestado, “fluye y flota libremente, se fundamenta en la rutina diaria del protagonista y no sigue las reglas tradicionales de la narración”.
La ruptura con el relato fílmico canónico se logra mediante la inclusión de viñetas de ribetes surrealistas —el happening plástico representado por una niña genio, la ascensión de una larga escalera emprendida por una monja centenaria que ejerce cierto control sobre las aves migratorias— que fungen como ventanas abiertas a los misterios del mundo. Si, para volver a Fellini, el cine usa el lenguaje de los sueños, La gran belleza apela entonces a las ensoñaciones de su entrañable personaje central para dotarlas de una concreción que deslumbra y emociona escena tras escena, construyendo una cotidianidad donde hay cabida para epifanías y —por qué no— pequeños milagros. Al tiempo que hace una declaración de amor a la Ciudad Eterna, Sorrentino retoma uno de los postulados básicos del director de La dolce vita y 8½ para otorgarle un nuevo contexto: “No hay final. No hay principio. Es sólo la infinita pasión de la vida”. Esa vida que, a pesar de ser más agridulce que dulce, vale la pena beber y saborear y agotar como los buenos, los mejores, los más selectos vinos.
Loro (2018), el octavo largometraje de Sorrentino, permite que Toni Servillo se meta en la piel de uno de los personajes más polémicos del mundo contemporáneo: el siniestro Silvio Berlusconi (1936-2023). Pocos actores han sabido captar la decadencia de la masculinidad con el poder y la eficacia histriónica de Servillo —basta recordar a su espléndido Jep Gambardella en La gran belleza—, y el Berlusconi septuagenario le brinda una nueva oportunidad para lucirse de principio a fin. Cinta necesariamente orgiástica en la que vuelve a brillar la visualidad de bordes surrealistas que emparenta cada vez más a Sorrentino con su maestro Fellini, Loro es un retrato no exento de controversia de un hombre que se niega a envejecer pese a las señales físicas y sociales que se lo indican. Como un emperador romano en el ocaso de su dominio, el Silvio Berlusconi de Toni Servillo esgrime en casi todo momento una sonrisa deslumbrante y vivaz tras la que se agazapan, insidiosas e innegables, las sombras de la decrepitud y la muerte cercana. Las palabras que dice una veinteañera a la que Berlusconi intenta seducir en vano son tan elocuentes como letales: “Usted tiene el aliento de mi abuelo. No es perfumado ni desagradable, solo es el aliento de un hombre viejo.”
Bello y doloroso, entrañable y mágico: así es Fue la mano de Dios (2021), el noveno largometraje de Sorrentino, que lo certifica como el sucesor más diestro de Fellini al erigirse como un homenaje magistral al cine y el futbol pero sobre todo a Nápoles, la cuna del director. Lo que esa obra maestra que es La gran belleza hizo por Roma, Fue la mano de Dios lo hace por Nápoles: Sorrentino idea un canto de amor por su ciudad cruzado por acordes trágicos y entonado con un temperamento arrebatador con el que consigue un nuevo triunfo estético y narrativo. La figura emblemática de Diego Armando Maradona, que ya había hecho una aparición fugaz en la formidable Juventud (2015), es el interruptor de la nostalgia futbolística que mueve Fue la mano de Dios: Sorrentino rinde tributo a su ídolo con un soberbio pulso autobiográfico. Sin renunciar por completo al barroquismo y el espíritu surrealista que animan su obra, volviéndola plenamente identificable, Sorrentino opta en Fue la mano de Dios por una mayor sobriedad estilística que responde a su álter ego juvenil, Fabio (el admirable Filippo Scotti).
Uno de los méritos superiores de Fue la mano de Dios es, no cabe duda, la gran belleza visual que le concede la cinefotógrafa Daria D’Antonio: el paisaje napolitano y su incidencia cultural y psíquica en quienes lo habitan remiten de inmediato al prodigioso Cuarteto napolitano de Elena Ferrante. Federico Fellini, Sergio Leone y Franco Zeffirelli son las tres referencias directas que Sorrentino hace en Fue la mano de Dios; es el primero, sin embargo, quien se hace más presente a medida que avanza la historia, ya que los ecos de su Amarcord (1973) se oyen con jubilosa claridad. Gracias a Fue la mano de Dios queda todavía más claro por qué Paolo Sorrentino es uno de los mayores renovadores del cine contemporáneo, un puesto que seguramente ratificará con Parthenope (2024), su décimo largometraje, rodado en blanco y negro entre Capri y Nápoles —de nuevo, siempre Nápoles— y estrenado en la edición más reciente del Festival de Cannes con Gary Oldman y Luisa Ranieri a la cabeza de un elenco estelar.
AQ