Para no leer a Enzensberger

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Intelectual alemán, veía el diálogo no como un medio sino como un objetivo. En época de "polarización", valdría la pena retomarlo.

Retrato de Hans Magnus Enzensberger en la portada de 'En el laberinto de la inteligencia'. (Anagrama)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Murió Hans Magnus Enzensberger. Tenía 93 años y seguía sonriendo como un niño.

Lo pierde, sobre todo, este mundo que se dedica a construir aversiones y enconos como si fuera un oficio necesario. “Polarizaciones”, las llaman. Mal nombre: polos son dos, y estas formas actuales apuntan a guerras civiles entre decenas de militancias, cada una más idiota que las otras. Desde luego, cada militancia se arroga la validez de una moral superior que no consiste sino en condenaciones persecutorias contra los otros y algunas taras adquiridas: formas correctas de condenar, despreciar, modismos que se creen lenguajes nuevos. Esas cosas que pasan cuando a la gente le da por creer que la verdad está en ellos y es personal e interior. Luego andan creyendo que el mal les es ajeno, que las identidades son cambiantes, que la biología es voluntaria y, las matemáticas, racistas.

Y es que no han leído a Hans Magnus Enzensberger. No un libro sino muchos: Detalles (1962), Migajas políticas (1982), Mediocridad y delirio (1988), La gran migración (1992), Perspectivas de guerra civil (1993), para solamente hablar de sus ensayos críticos. Ya habrá tiempo para dedicarle a sus poemas, relatos, libros para niños y teatro.

Nació en 1929; contemporáneo de Günter Grass, Martin Walser, Jürgen Habermas, con quienes comparte circunstancias, pero no estilo. Es la generación siguiente de Heidegger, pero, a diferencia de sus coetáneos, Enzensberger quedó vacunado contra la densidad y nunca confundió ni lo turbio, ni la oscuridad, con lo profundo. Su actitud ante el pensamiento, ajeno y propio, es un salto salutífero respecto de las generaciones que condujeron a las militancias facciosas o a la reclusión anarca de Jünger, impotente ante la marejada que fue transformando una idiotez en una atrocidad. Por edad y circunstancia, también se vio reclutado en las Juventudes Hitlerianas, pero lo expulsaron: “soy incapaz de ser buen camarada. No me sé alinear. Quizá sea un defecto, pero no puedo remediarlo.”

Comparte con su generación muchas de las preocupaciones centrales: el peso del pasado, la estructura política y económica de la posguerra, la comunicación y sus formas, pero no la participación gremial de partidos o academias. Y no es que fuera un solitario ni un misántropo; todo lo contrario: resultaba tan sencillo conversar con él, que sus entrevistas terminan pareciendo más un café, que una consulta al oráculo. Entendió, no como apotegma sino como forma de vida, que la conversación no sólo es el ámbito necesario y primero de toda posible cultura sino también su objetivo. Pero no cualquier forma de interacción verbal es conversación; es necesario evitar “la indiferencia de un mercado pluralista al que le importa un bledo la diferencia entre Dante y el Pato Donald”. No es matar el rato ni sumarse a un coro monocorde, sacado del convento a la plaza. La conversación es una crítica que no tiene como objetivo el tropiezo del interlocutor, sino la mejoría de todas las partes y que son capaces de conversar las personas que no están sujetas a la obediencia, la militancia o la servidumbre; es decir, esta condición moderna en que la libertad es posible y, en tanto libres, Enzensberger nos halla responsables.

La modernidad es ineludible; no queremos volver a ningún pasado, ni resulta sensato comprar boletos para un futuro de diseñadores políticos o económicos cuyo real objetivo es el poder. Ambas formas claudican ante la libertad, la responsabilidad, la conversación y la crítica, que exigen y producen el misterio de la inteligencia. “En cualquier caso, todo aquel que quiera ser considerado moderno debe ser, necesariamente, inteligente” (El laberinto de la inteligencia, Anagrama, 2009).

De nuevo: no se trata de una inteligencia como capital o potencia, sino algo que sucede solamente en cada caso. Y se remite a lo que dijo Agustín acerca del tiempo: “si nadie me pregunta, sé lo que es; cuando quiero explicarlo, no lo sé”. Un heideggeriano ya se vería escribiendo cientos de páginas; Enzensberger arrostra el misterio (como matemático, sabe perfectamente que una incógnita puede seguirse operando sin despejarse) y simplemente la llama: la palabra con “i”. Como llamó palabra con “a”, a la anarquía, cercana a su voluntad, ante la cual supo siempre distinguir: la más alta guía moral y política, cuyo acto es siempre criminal.

Quienes creen que pueden vivir sin ser tocados por el mal, debieran evitar los libros de Hans Magnus Enzensberger.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.