Para un nuevo canon

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

"Los universitarios ahora no tienen que vérselas con cachiporras y celdas; sólo luchan contra unos libros obligatorios y un temario", escribe Julio Hubard.

Harold Bloom, autor de 'El canon occidental'. (Montaje digital: Laberinto)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Un amigo, filósofo connotado, cometió el pecado de referirse al canon occidental frente a sus alumnos. Ruiditos guturales, incomodidad, sospecha. Es machista, opresor y patriarcal. Para los alumnos cultísimos, como supone serlo todo estudiante a la mitad de la carrera, era mejor que se abandonara para siempre esa funesta opresión libresca y caduca que produjo tanto mal, tanta injusticia y racismo y etcéteras. Y, por supuesto, la jerarquista competencia que decía el horroroso Harold Bloom: cuando leemos un libro, pensamos en “menos que, más que, igual a…”

Resienten que un anciano pretenda decirles qué libros leer y por qué leerlos. Repiten, sin saberlo, la actitud de los hippies y los adolescentes desde los años cincuenta que, con sus actitudes rebeldes, insurgentes e irreverentes, desafiaban dos cosas al mismo tiempo: al poder y a la autoridad. Los universitarios que protestaban ponían en riesgo toda su carrera: bastaba que un maestro los expulsara. Había que juntarse, mostrar con poemas, novelas, música desafiante y disruptiva, panfletos de invectivas literarias, un verdadero desafío a la literatura, la música, las actitudes morales. Aquellas subversiones dejaron toneladas de basura, unas cuantas obras admirables y, un puñado, fundamentales.

El enemigo doble ya no existe: los universitarios ahora no tienen que vérselas con cachiporras y celdas, ni siquiera con expulsiones; sólo luchan contra unos libros obligatorios y un temario. Para enfrentar al poder se requiere valentía: no se le puede ignorar sin sacarse un chichón. Para enfrentar a la autoridad, que es simbólica, basta el gesto: doy la espalda y el símbolo no se cumple. Pero no se trata solamente de elecciones individuales. El canon, su sombra y su sospecha son necesarios en un ámbito distinto, que resulta de muy ardua imaginación para muchos. ¿Qué vamos a hacer con los programas pedagógicos, con qué criterio abastecemos las bibliotecas, cómo mostrar qué es buena prosa, buen verso, un argumento válido? La decisión implica mucho dinero público, una fuerza laboral inmensa, espacios, insumos, gastos.

Quitemos a Aristóteles, a Dante; limpiemos la historia de México y que los muchachos no se raspen sus sensibles ojos con la maldad del genocida Colón, del etnocida Cortés, y ni se asomen a Bernal Díaz, apologeta del crimen… Suena idiota, pero se pone peor: en Seattle, las escuelas públicas comenzarán a enseñar que las matemáticas son racistas.

Podríamos entender que eso de traer sotanas, junto con reglazos en las manos y orejeras de burro no resulta ni deseable ni simpático. Y es más fácil el rechazo que meterse a remedo de filólogo: el griego kanôn significaba “vara”, luego vino a “regla”, de donde queda la imaginación de cosa que golpea y mide y, al medir, somete y excluye. Pero kanôn también es raíz de cánula, canuto, canela: la vara está hueca, horadada. El medidor del estándar está vacío.

La respuesta que mi amigo obtuvo de sus alumnos fue notable. Los que se oponían a la mención del canon terminaron rellenando su cánula con lo mismo, pero sin condimento: un canon más pobre. No importa, es un primer paso: la actitud cambió cuando dejaron de ser recipientes, clientes, alumnos y se vieron ante la perspectiva de ofrecer, proponer, convencer al comprador.

Y es que los universitarios tienen ese lugar de clase ociosa; son improductivos y caros. Ocupan el lugar que ocupaban los soldados en los antiguos desarrollos imperiales: para formar un ejército, el estado secuestra a los jóvenes, que son los más fuertes y costosos de mantener y no producen nada, excepto esperanza y confianza en la supervivencia y crecimiento. Igual que los universitarios. Una numerosa población de estudiantes es necesaria para el crecimiento económico, entre otras cosas.

Pero, desde su lugar de recipientes, sin entrar en las batallas que les esperan, los universitarios de buena parte del mundo han comenzado a jugar a la deturpación de los símbolos. Como si hubieran decidido darle muerte a la lógica, la gramática, la astronomía, la música, la retórica y la dialéctica. Las siete artes liberales que dieron origen en la Edad Media a las universidades. La gnoseomaquia es la más nueva disciplina universitaria. No produce nada, todavía. Pero esperamos pronto la aparición de una lengua nueva, en la que sea imposible herir sentimientos propios y de otros; una aritmética de resultados insólitos y emocionantes, y una música de inauditas armonías. Qué nervios.

AQ​

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