Muertes en vida

Escolios

Como muchos supervivientes del horror Paul Celan difícilmente pudo sobrellevar esa mezcla de remordimiento e indignación que implicó ser víctima de la barbarie.

El poeta Paul Celan (1920-1970). (Archivo)
Armando González Torres
Ciudad de México /

El suicidio de Paul Celan (1920-1970) estaba largamente anunciado en su poesía. Tras décadas de culpa, tedio y tormento, Celan cambió la tierra por el agua del Sena. Los pocos allegados del discreto y sombrío poeta y profesor de alemán apenas notaron su ausencia y, unos días después, su cadáver fue encontrado por un campesino río abajo. Dice Carlos Ortega en el prólogo a las Obras completas de Celan que:

“Sobre la mesa del poeta se encontró una biografía de Hölderlin abierta con un pasaje subrayado: ‘A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón’ ”.

​Como muchos supervivientes del horror (las historias de rehabilitación son pocas), Celan difícilmente pudo sobrellevar a lo largo de su vida ulterior esa mezcla de remordimiento, perplejidad e indignación que implicó ser víctima incidental de la barbarie. Paul Ancel, su apellido original, nació en Czernowitz, una ciudad de la región de Bucovina, la cual, aunque agrupaba a un gran número de judíos de habla alemana, había sido cedida a Rumania tras la caída del Imperio Austrohúngaro.

El poeta pasó su infancia y adolescencia hablando con fluidez alemán y rumano y aprendiendo hebreo. Gozó de la compañía de la madre, una esforzada autodidacta, y soportó la presencia hostil del padre, que se empeñaba en formarlo en la tradición judía más conservadora.

Celan era un lector ávido, con afición y facilidad por los idiomas (aprendió francés por sus predilecciones literarias y luego ruso) y simpatías progresistas. Cuando Celan tenía la edad para hacer estudios profesionales, el acceso a los judíos ya estaba vedado en Alemania y su familia lo mandó a París. En esa ciudad, sus estudios fueron poco satisfactorios, pero implicaron su deslumbrada inmersión en la cultura francesa, su socialización en los círculos literarios y la confirmación de su vocación. Regresó a su país en plena guerra y le tocó, primero, la invasión rusa y, luego, el contragolpe del ejército alemán, apoyado por Rumania.

Relata José María Pérez Gay que en esta circunstancia: “Celan consiguió un escondite en la fábrica de cosméticos de Valentín Alexandrescu, un empresario rumano, pero su madre no quiso esconderse… Paul abandonó la casa convencido de que sus padres le seguirían. Los esperó toda la noche en las oficinas de la fábrica, pero no llegaron. El lunes, al regresar a su casa, encontró la puerta clausurada. Sus padres habían sido deportados”.

Aunque Celan pudo huir de la matanza y mantener alguna funcionalidad por varias décadas: traducir y dar clases, publicar libros, casarse, administrar cierta celebridad, lo cierto es que ya estaba condenado por sus fantasmas, que lo postraban en el recuerdo. Su tono hermético, su dolorido reconcomio, su afligida simbología, la exigencia y tensión de su lenguaje apuntan a una misión casi imposible: nombrar lo innombrable; hablar por una herida que no deja de sangrar; articular aquello que, al intentar materializarse en palabras, destruye al mensajero.

ÁSS

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