Al final de uno de sus apoteósicos conciertos en el Madison Square Garden de Nueva York, Celia Cruz —la peluca y los labios rojos furiosos, el vestido entallado y dorado, los tacones altos y la adrenalina disparada— se sentó frente al espejo de su camerino y, mientras se desmaquillaba, contó la otra cara de la moneda: “cuando me despierto me siento en casa. Por un momentito. Después ya no. Pero pasan los años y él sigue ahí y yo aquí”. Él era Fidel Castro y ella la exiliada cansada de esperar, deseosa de volver. Así se le iba la vida. En eso pensaba la diva tropical cuando no estaba encima del escenario.
Celia no pudo ir a La Habana a ver por última vez a su madre y nunca pudo llevarle flores a su tumba. Celia, después de encandilar multitudes, se apagó en el exilio. Y… “al final, el exilio es siempre un país frío. Nunca es un buen lugar para morir, especialmente para una reina”, escribió Pete Hamill en la mejor necrológica sobre La Guarachera de Cuba, una nota que releo con frecuencia, quizá intentado descifrar la estructura de una prosa llena de golpes certeros.
Hace un rato he vuelto a ese texto —memorioso, sentencioso, puntilloso; la mejor deconstrucción que se ha hecho sobre una de las grandes figuras de la música popular— y esta vez lo he leído en voz alta, a manera de oración laica, para despedir a Pete Hamill, fallecido el mes pasado a los 85 años de edad en un hospital de Brooklyn.
Hamill fue dueño de una vida envidiable y gurú de una legión de aprendices. Formó parte de la generación del Nuevo Periodismo (junto a nombres como Tom Wolfe, Gay Talese o Norman Mailer) y con su trabajo le devolvió la dignidad a los tabloides de la Gran Manzana. Su olfato periodístico lo había llevado a estar en el momento preciso en el que surgen las grandes historias. En 1968 acompañaba a su amigo Robert F. Kennedy en la campaña para conseguir la candidatura a la presidencia de Estados Unidos cuando lo mataron en un hotel de Los Ángeles (y ayudó a detener al asesino, Sirhan B. Sirhan). La mañana del 11 de septiembre de 2001, el cronista caminaba por las inmediaciones del World Trade Center cuando, de pronto, vio el impacto de un avión en una de las Torres Gemelas y, ese día y los siguientes, realizó la mejor cobertura del atentado terrorista que ha marcado la vida global reciente. Antes contó los conflictos armados de Vietnam, Nicaragua y Líbano. Escribió varias novelas y las biografías de Frank Sinatra y de Diego Rivera. Y, bueno, también fue novio de mujeres célebres como Jacqueline Kennedy o Shirley MacLaine.
Pero todo comenzó en México, donde vivió un tiempo (y luego volvió muchas veces). Pete Hamill tenía 21 años cuando llegó al D.F. con la vana intención de convertirse en pintor. Era 1956 y la capital del país fue para él un posgrado sobre “lo que significaba ser humano”. Cantaba rancheras en Garibaldi y era un asiduo de la Arena Coliseo, donde boxeaba su querido José Toluco López (“mejor que el ratón Macías”), quien “transformaba la violencia en arte”, y leía con fruición a López Velarde, Octavio Paz y Alfonso Reyes. Por eso, muchos años después, no entendía por qué los corresponsales de su país (y de otros tantos) sólo se ocupaban de un aspecto de México: la narcoviolencia. “El periodismo puede relatar los hechos pero, en su versión obtusa, jamás cuenta la verdad”, escribió hace una década. “Si un periodista sólo se ocupa de una cosa, y encima es sensacionalista, no ofrece el retrato fiel de un país. Si en los años veinte los reporteros extranjeros en Estados Unidos sólo se hubieran ocupado de Al Capone y sus contrabandistas, se habrían perdido el surgimiento de una valiosísima generación literaria, con Hemingway y Fitzgerald a la cabeza, el triunfo del cine y el desarrollo creativo del jazz. A ver si entienden nuestros colegas corresponsales que los narcotraficantes no lo son todo en el México de hoy”.
Además del texto sobre Celia Cruz, Pete Hamill hizo otros perfiles magistrales. Sobre su amigo Norman Mailer, por ejemplo. “Mailer era el hombre público, Norman el escritor privado. Yo quería a Norman. En privado, Norman era elocuente, chistoso, siempre sorprendente. Pero con frecuencia me encontraba incómodo en compañía de Mailer. Se ponía a beber, su mirada azul resplandecía de veneno y enseguida tenía un súbito estallido de violencia”. Así era la prosa pugilística de Pete Hamill: llena de golpes certeros.
ÁSS