Con una llamada telefónica, que concluyó con un “¡Viva México!”, Philippe Sollers respondió a la carta manuscrita que le había enviado para solicitarle una entrevista. “¿Tiene su agenda a la mano?”, me preguntó. “¿Estaría libre la semana próxima?, por la tarde sería mejor”. La cita fue en su oficina en Gallimard, “el banco central de las letras francesas”, como solía llamarla. Ahí tuve que abrirme paso entre las pilas de libros que cubrían el piso. Me esperaba sentado frente a su escritorio, fumando con su ya legendaria boquilla. Solo a él le permitían fumar dentro de la editorial, pese al decreto que desde 2007 prohíbe hacerlo en edificios públicos. Se levantó para saludarme.
Me fue difícil encontrar un espacio donde desplegar las notas que había preparado para la ocasión. Finalmente, tuve que atenerme a mi memoria: entre la falta de espacio y su agilidad conversacional me resultó imposible proceder como lo hacía habitualmente. La parsimonia y los titubeos no tenían cabida en una charla que me obligaba a reaccionar al instante. Era difícil resistir a su vivacidad, a su aguda inteligencia y su malicioso gusto por la ironía que lo hacía desviar el tema sin cesar. Había que imponerse, pero también saber rendirse ante esas digresiones que lo divertían y que eran una manera estratégica de despistar al enemigo. Algo de combate había en su manera de abordar la entrevista. Terminé exhausta. Al final, me preguntó si podía despedirse de mí con une bise, ese doble beso en las mejillas que se acostumbra en Francia como muestra de proximidad o simpatía. “Espero que no me demande por pedírselo”, me dijo con una gran sonrisa irónica.
Philippe Sollers nunca cesó de estar en guerra, pero no a la manera de un soldadillo de las letras biempensantes que tanto repudiaba. No, él era un guerrillero que buscaba “desgastar al enemigo” con ataques puntuales. Combatía todo lo que amenazara nuestra libertad, la Francia añeja, burguesa, de la que provenía –“la que siempre ha detestado sin distinción a los alemanes, los ingleses, los judíos, los árabes, cualquier extranjero, el arte moderno, los intelectuales que se quiebran la cabeza, las mujeres demasiado independientes, los obreros indisciplinados y, finalmente, la libertad, en todas sus formas”–, pero sobre todo la sociedad del espectáculo. “Hay que saber utilizar los medios”, me dijo durante nuestra entrevista, “para permanecer libre. Por eso la guerrilla es tan importante. A fin de cuentas, ¿qué es la guerrilla? Nadie la entendió mejor que Lawrence de Arabia, que logró dirigir una revuelta árabe considerable, a pesar de los errores del ejército británico. Rechazó el choque frontal al formar irregulares que atacan puntualmente y se retiran de inmediato, y supo identificar aliados”.
De ahí sus apariciones en los medios, esperadas y comentadas. Jamás dejó indiferente a nadie. Muchos fueron sus enemigos, de Pierre Bourdieu a todos los escritores que hoy día confunden literatura con sociología y que veían en él a un dandy, un impostor. Desde sus inicios, su obra fue reconocida por grandes nombres. François Mauriac y Louis Aragon alabaron su primera novela, Una extraña soledad —“fue como recibir a la vez el bautizo del Vaticano y del Kremlin”, bromeaba Sollers—. Roland Barthes y Jacques Derrida le dedicaron sendos libros. Michel Foucault fue lector apasionado de El parque. Fue un hombre de poder e influencia con las revistas que creó, la célebre Tel Quel en 1960, que abrió un espacio para conjugar revolución poética, teórica y política, y L’infini, en 1983, donde publicaban autores que, sin formar un grupo en torno suyo, se sentían afines a la idea de literatura que encarnaba.
Sade y Casanova eran sus figuras tutelares; la Venecia de Proust su refugio; Montaigne, Céline, Genet, Debord, Joyce, Pound, sus autores de cabecera. “Todo está prohibido hoy, en especial el goce sexual”, me dijo, “porque conocer el propio placer implica volverse libre por completo y eso la sociedad lo percibe como un peligro. Por eso todo el tiempo se habla de sexualidad, de agresión o acoso sexual, de violación y denuncias. Todo el mundo parece creer en la sexualidad. Pero yo soy un ateo sexual. Si la sexualidad enseña algo, si da lugar al pensamiento, entonces me interesa. Si solo se la concibe como una mecánica orgánica, me es indiferente. La sexualidad tiene que enseñarnos algo”.
En su escritura, siempre cuestionó la tiranía de la intriga en la novela, de la story, como la llamaba, esa historia que toda novela debería contener según los dictados de la sociedad del espectáculo, fácilmente adaptable al cine o a la televisión. Convirtió la novela en un territorio inabarcable, siempre por explorar, con libros como Paraíso, o la “crónica”, en sentido celiniano, de su vida y su época, que prolongó de libro en libro, un mismo narrador aunque siempre distinto en el fondo, llevaba en directo el diario de su propia existencia. Testimonio de ese arte disidente y meditativo de ser feliz que Sollers practicó sin cesar: “Tomé un baño, me puse el esmoquín para mí mismo, me instalé bajo la glicinia, con los pies descalzos. Un primer whisky, varios cigarros… Saqué mi máquina de escribir, mi revólver, mis papeles…”. Así habría que recordarlo, listo para el placer y el ataque.
“Nunca fui cercano a él”, escribió el gran escritor Pierre Michon. “Coincidimos solo algunas veces. Pero ahora que ha muerto, ¿quién nos defenderá de la estupidez?” No había mejor protección que su humor lleno de ingenio, su impertinente inteligencia y libertad de palabra, tan raros en la actualidad.
AQ