¿Por qué la universidad pública?

Ensayo

Las declaraciones presidenciales recientes sobra la UNAM vuelven necesario revisar los antecedentes sobre la función de la universidad, la autonomía, la crítica y la libertad de cátedra.

Manifestación frente a Rectoría el 1 de marzo de 2018. (Foto: Javier Ríos | MILENIO)
Carlos Illades
Ciudad de México /

El debate acerca de la función de la universidad pública y la libertad de cátedra es añejo y reaparece periódicamente. La huelga estudiantil iniciada en mayo de 1929 forzó al presidente Emilio Portes Gil a expedir dos meses después la Ley Orgánica de la Universidad Nacional que consagraba la autonomía de la institución si bien reservaba al Ejecutivo la designación de la terna para el nombramiento de rector. Asimismo, el presidente interino presuponía que esta autonomía “pagada por la nación se justificará solamente si los que la manejan saben patrióticamente identificarse, al desenvolver el programa de acción universitaria con la fuerte y noble ideología de la Revolución mexicana”.

En el Primer Congreso de Universitarios Mexicanos de septiembre de 1933 polemizaron Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano en torno a la enseñanza de la filosofía —si debería basarse en el estudio de la naturaleza— y la historia —si habría de enseñarse como la evolución de las instituciones sociales destacando los factores económicos como aspectos seminales de la sociedad moderna—, y con respecto de la función social de la universidad, consistente tanto en la búsqueda de la igualdad como de “una sociedad sin clases” (Lombardo), en tanto que Caso defendió la libertad de cátedra cual baluarte de la pluralidad. En 1934, el intelectual poblano propuso una educación pública basada en el materialismo dialéctico y, un año después, ambos universitarios se enfrascarían en la discusión sobre qué filosofía era más pertinente para aproximarse a la verdad: el idealismo (Caso) o el materialismo (Lombardo) apuntalado por la ciencia moderna.

Lombardo, partidario de la acción transformadora cuando joven, denunció en el crepúsculo de su vida a los “neomarxistas” que enajenaban la conciencia de los universitarios en el Mayo parisino, la Primavera de Praga y el 68 mexicano, concluyendo que los estudiantes deberían dedicarse a estudiar y no a la agitación política “para contribuir mañana al advenimiento de la sociedad socialista”. La estafeta del inconformismo universitario la tomó su antiguo discípulo José Revueltas, comprometido con la praxis revolucionaria dentro de una universidad autónoma, crítica y autogobernada donde el estudiantado partiera de “transformar lo que conoce” para posteriormente ocuparse de “los planos del cuestionamiento político de la sociedad y de sus estructuras”. Lo que caracterizó el escritor duranguense como una “revolución estudiantil” fue la afirmación de la autonomía (la autonomía con adjetivos) frente a un Estado autoritario que pretendía someterla y constreñir su función a la de “almacén donde se depositen los conocimientos”. Los movimientos estudiantiles posteriores en la UNAM (1986-1987, 1999-2000) demandaron esencial, aunque no exclusivamente, la gratuidad de la universidad pública.

Las declaraciones presidenciales recientes, además de algunos precedentes ominosos a lo largo del sexenio, traen a cuento estos breves antecedentes sobre la función de la universidad, la autonomía, la crítica y la libertad de cátedra. Apenas comenzaba la nueva gestión gubernamental cuando un “error de dedo” borró accidentalmente la autonomía universitaria del proyecto de reforma del Artículo 3 constitucional. Constantes alusiones en las conferencias matutinas a que la educación por ser un derecho no debe negarse a nadie en cualquiera de sus niveles, razón por la cual las universidades públicas deberán admitir a todos quienes soliciten el ingreso sin mediar el examen de admisión u otro indicador de las calificaciones indispensables para acceder a la educación superior. El proceso penal contra académicos que tuvieron funciones directivas en el extinto Foro Consultivo Científico y Tecnológico y en el Conacyt (quien lo proveyó legalmente de recursos para su funcionamiento ordinario). La diatriba presidencial contra la “derechización” de la UNAM y las universidades públicas en general que perdieron la “emoción social” de los setenta (cuando López Obrador se formó) para entregarse a los brazos del neoliberalismo, esto es, “lo más retrógrada” que había. Más inquietante que eso fue la afirmación del jefe del Ejecutivo según la cual la institución universitaria “requiere una sacudida”.

No obstante que tardó 14 años en graduarse, el contacto del presidente con la universidad pública ha sido débil. El movimiento estudiantil de 1968 no pasa de escasas alusiones retóricas, porque el priismo que nutrió la socialización política de López Obrador, además de su afección al estamento militar, tienen una relación bastante problemática con aquel gran símbolo de la izquierda histórica. La gesta del Consejo Estudiantil Universitario dice más a algunos de sus colaboradores que al presidente, quien labraba entonces su candidatura para gobernador de Tabasco también por el PRI. El movimiento encabezado por el Consejo General de Huelga, que estalló cuando pugnaba López Obrador por ser jefe de Gobierno del Distrito Federal bajo las siglas perredistas, además de las recurrentes protestas de los estudiantes rechazados, acabarían por convencerlo de que el problema de la cobertura universitaria no era un asunto de recursos (económicos y académicos) sino de eliminar los requisitos de ingreso. El Yo Soy 132 lo tomó como candidato perredista a la presidencia y es el único quien escapa a su juicio lapidario. Las feministas radicales que tomaron varias facultades en 2020 seguramente no le despiertan ninguna simpatía.

Pero estas ideas y prejuicios acerca de las instituciones de educación superior no explican totalmente la actitud desdeñosa del presidente con respecto de la universidad pública, como tampoco el incumplido compromiso de destinar el 1 por ciento del PIB a la ciencia y la tecnología (actualmente se gasta menos que en el “periodo neoliberal”). Es importante considerar además la satanización de las clases medias desatada por el descalabro electoral en la Ciudad de México en los comicios intermedios. Parte de esa clase media “aspiracional” e “individualista”, la cual no piensa en el bien común sino en el beneficio personal, asimiló esos valores en una universidad desnaturalizada: “ya no se han formado economistas, sociólogos o abogados en la máxima casa de estudio, como los de antes”. La movilidad social ascendente, uno de los objetivos de la educación superior, quedó condenada desde el púlpito presidencial. Reverbera también en el discurso obradorista la fobia hacia las élites (su formación concierne a las universidades), privilegiadas de acuerdo con su tabulador social, la incomodidad con la pluralidad (aspira a una sociedad homogénea incluso en los valores y expectativas), la intolerancia a la crítica (quiere escribir a dos manos su biografía política) y la aversión a la autonomía (que desorganiza su república plebeya). Que las universidades públicas deban reformarse no cabe duda, que tienen un compromiso social tan grande como con el conocimiento es cierto, de igual manera lo es que eso no puede ocurrir suprimiendo el debate plural, la crítica (incluida la del poder), la autonomía como derecho a autogobernarse ni tampoco la libertad de cátedra. La “sacudida”, de haberla, no corresponde al Estado.

AQ

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