En su prólogo al Segundo tratado sobre el gobierno civil, C.B. Macpherson defiende a John Locke del mote con que se le juzgaba en el pasado: el Hobbes de los pobres. El viejo apodo tiene varias lecturas posibles. Una, que los liberalismos de izquierda habrían sido clubes de rezanderas y sufridores apasionados, de no haber contado más que con Rousseau y no con Locke. Otra, que Locke dio racionalidad a los sistemas políticos civiles en una dinámica nueva. Y la más común, que Locke es menos deslumbrante y elegante, más populachero que Hobbes.
Quiero añadir un sesgo que suele olvidarse en la historia de las ideas y en las politologías: la brecha entre Hobbes y Locke fue matemática.
Hobbes era un matemático respetable que organizaba sus libros según la geometría: axiomas, luego proposiciones, luego demostraciones. Pero Locke era médico, entendía de casos específicos y fenómenos singulares, y halló mucho más miga en otra rama matemática: la de los juegos de azar (Cardano) o de la contabilidad de monjes católicos (Luca Pacioli). Parecen cuentas de pobres porque deambulan entre probabilidades y no les alcanza para demostraciones.
En la lógica de las demostraciones, carece de importancia o pertinencia la opinión de muchos ni de pocos. En cambio, Locke dio al clavo con su intuición matemática: en la probabilidad juegan el azar, las pasiones y los intereses, las concordias y las discordias, y la vida política no es geométrica sino aproximativa: “la probabilidad es la apariencia del acuerdo de las ideas sobre pruebas falibles… Es para suplir la falta de conocimiento” (Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, cap. XV, “De la probabilidad”). Eureka. Había dado con un recurso formidable: podemos avanzar racionalmente y obtener conocimientos tentativos, pero reales, y tan relativos como inteligentes, en los terrenos de lo que ignoramos. Amplió las fronteras de la racionalidad probable a la tierra desconocida del tiempo, el azar y, principalmente, el modo de conducirnos social y políticamente en medio de una ignorancia que no vamos a superar, pero podemos civilizar. La racionalidad cundida de incertidumbres, no de errores; no menos rigurosa, pero mucho menos pretenciosa respecto del conocimiento.
Ninguna afirmación acerca del mundo puede tomarse como conocimiento absoluto. Son probabilidades, decía Locke. Por más que muchas ciencias se acerquen a una tendencia cero en el error, la pinza de la demostración no se cierra del todo; por más preciso que fuera nuestro conocimiento de los fenómenos, está incumbido por la posibilidad del error. Y esto, respecto de las descripciones objetivas. No se diga respecto del juicio de valor.
Y aquí es donde extrañamos al quesque Hobbes de los pobres… si no hay certeza apodíctica respecto de las cosas objetivas, ¿cómo podríamos tenerla respecto de los juicios de valor, las opiniones, las militancias? Podemos aspirar a ser racionales, pero más nos vale tener en cuenta que no nos asiste el conocimiento sino la opinión y, cuando mucho, las probabilidades.
De aquí salen dos ideas importantes: una, la tolerancia no es permiso ni perdón dado al otro sino acatamiento de nuestra insuficiencia cognitiva, una sensatez, digamos, matemática. Dos, que nuestras demostraciones metafísicas de la soberanía, el poder y todo ese lodo en el que se revuelcan los gobiernos carecen de sostén objetivo o demostrable. No queda sino incorporar la obsesión de Locke: las probabilidades, esa confianza de que podemos seguir siendo racionales incluso en los vastos territorios de la incertidumbre. La sociedad civil, en su diálogo, en la derivación de las ideas, sus diferencias e integraciones, es recurso suficiente para llevar a cabo una vida política racional e inteligente.
Tolerancia y gobierno civil. ¿Quién tendría cara para decirle a una antigualla como Locke que tuvo razón, pero que ya no le vamos a hacer caso, que añoramos, más que el descubrimiento de recursos racionales, las guerras de religión, aunque no sea por deidades sino por líderes carismáticos?
Que no haya certeza no significa ni que prescindamos del saber, ni que renunciemos a la racionalidad. Queda el debate, la discusión, las precisiones cada vez más finas. Por eso había que apostar fuerte por la educación: que la gente aprenda, pero, sobre todo, que esté advertida de su propia ignorancia; que sepa que sus incertidumbres pueden ser preguntas y campos de sabiduría, y no una pared impasable, ni un privilegio de otros, ni una arrogancia de intelectuales.
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