Umberto Eco escribió en Kant y el ornitorrinco (2013) que este inusual animal ponedor de huevos, venenoso, pico de pato, cola de castor y patas de nutria estaba concebido para poner en crisis las teorías del conocimiento, pues se escapa de las taxonomías más doctrinales. Bastaba advertir el desconcierto de los naturalistas europeos, que consideraban al mamífero semiacuático como una falsificación dentro del árbol filogenético, ya que rompía con la lógica evolutiva de las relaciones de parentesco entre los organismos.
El narrador, traductor y ensayista Rafael Antúnez en La muchacha del verano. Ensayos y artificios (2022), libro publicado por Villatelibros, en Bogotá, Colombia, trae a colación otro animal que le permite, como a Eco, exhibir al raciocinio más ortodoxo con un outsider de la clasificación biológica. El animal al que recurre Rafael es el okapi, y abreva más allá de la mitad del libro para ir definiendo, de soslayo, estilo y fundamento del ejercicio ensayístico. Antúnez dice que el mamífero artiodáctilo hurta fragmentos de jirafa, cebra y, bien mirado, también del burro, animal místico que, cuando menos para la grey católica es un símbolo, tal y como lo plasma Robert Bresson en esa nostálgica película que es Al azar de Baltasar (1966), donde privan la nobleza y la sabiduría del asno.
El okapi de Antúnez consuma una función alegórica: compararlo con los rasgos generales del ensayo. Lo sugiere así: el ensayo toma del cuento, del chisme, de la epístola, del tratado, de la historia, de la leyenda y hasta del poema para integrar este centauro de los géneros que no agota su expresión, sino que es al revés: amplio poliedro que acepta cualquier opción para hibridarse. De tal forma, el ensayo mantendría siempre “su espíritu peregrino y discreto, su aire vagabundo, su amistad con la sugerencia, con el diálogo y su distancia de las doctas afirmaciones y del monólogo académico, de la mentira política, de la cerrazón religiosa…” (p 102).
Esta descripción ayuda a entender el corpus del resto de los trece trabajos que integran La muchacha del verano, donde se pergeñan las virtudes del deambular, desviándose por senderos igualmente atractivos con la intención firme de no concluir con la sentencia absolutista.
Hay a lo largo de los textos una lejanía con las afirmaciones totalizantes, se separa de la pedantería y nos introduce en su asombro por lo biografiado y deja en plena ebullicencia las deliciosas contradicciones al evitar juicio alguno.
En La muchacha del verano ninguna máxima se impone, tampoco permea el psicologismo que anule la complejidad de un ángel ebrio, como el poeta Dylan Thomas que terminó sus días alucinando por su delirium tremens, o disipe la riqueza intelectual de una rubia despampanante como Marilyn Monroe, víctima de la cosificación mediática.
Muy en sentido opuesto, el libro está transversalizado por la insinuación afable, consciente de que ninguna biografía podría suplantar al personaje biografiado: Jorge Luis Borges o Andrea Emo, por ejemplo, son situados deliberadamente en el sesgo de los detalles.
Antúnez sonríe de medio lado para verter la ironía con gran toque. Ensayos y artificios, bien nutridos de información, enseñan el momento como en películas tipo Ser o no ser (1942,) donde el director Ernest Lubitsch mostraba ese touch que conservaba carcajada y humanidad. El merodeo de Antúnez permanece prudente y cortés. Las fuentes a las que tiene acceso carecen de distinción de clase o glamur. Todo cabe en el okapi: chisme, especulación o tratado.
Lo que cuenta tiene esa conmiseración socarrona que conecta a su personaje en “El hombre que fue Shakespeare”, pero también con ese excéntrico solitario que fue el pensador italiano Andrea Emo y al mismo Borges, vestido y alborotado por las pretenciosas burguesas. Se trata de un sentimiento de compasión que también aparece en los textos sobre la citada Monroe, Dylan Thomas, el borracho raro, y con esa pareja del mundo del cine como lo fueron Jean Seberg y Romain Gary, este último un elegante impostor. En esta proclividad al engaño, se aprecia la influencia de Chesterton, por el título con el que juega con Shakespeare, pero sobre todo pensemos en las alambicadas tramas que descubre el autor, entrenado en los laberintos de la traducción.
El ensayo central, el que da pie al título del libro, La muchacha del verano (divertimento), es un lírico tributo al arte. Es, deslumbramiento puro. El fulgor que desprende una imagen, luz y mujer, sintetiza el anhelo moderno por la belleza y puede fascinar en cualquier clima y en cualquier ciudad, no importando que sea Bombay, Nueva York o Xalapa.
Es fulgor instantáneo y retoza en el volumen que le asignamos a la memoria como principal pistón. Antúnez ensaya atrapar esos segundos que se convierten en bálsamo y que nos colocan entre el cielo y la tierra de la esperanza, más allá de la oscuridad de la fantasmal existencia. Aunque la captura, para el propio Rafael, es inútil calcar la belleza de un instante. A cambio, vale la pena el recorrido y la suspensión del tiempo para que sea presente y rasguemos lo perpetuo, y es aquí donde despliega la metáfora más atinada del libro: “Era ella la que no tiene otro oficio ni otro valor que el de ser bella. Y el aire olía a duraznos” (p. 129).
Esta muchacha del verano evoca a la nueva ola francesa, al cine de Eric Rohmer que descubría una erótica solar evanescente, poética. La muchacha pájaro, la muchacha estrella, viento y fuego ella, fugitiva que desliza a contrapelo de nuestra dirección, que solo roza el ánima personal como ráfaga fresca e inolvidable.
Vamos a concluir esta invitación a leer el libro, imaginando lo que entonces dice Rafael Antúnez: que el aire de esta tarde, huela así, huela a duraznos.
AQ