Que inventen ellos

Bichos y parientes

Repetir desde el gobierno la actitud de desprecio a la tecnología o la ciencia cuando no es necesario trepar la cuesta de la industrialización es un lujo del resentimiento.

En el siglo XX, para acceder a la investigación científica de punta eran necesarios inmensos capitales. (Foto: UNAM)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La ciencia, la tecnología y sus investigadores se vuelven indeseables y sospechosos. Otra vez. Pero se invierten los roles de los actores. A principios del siglo XX, los gobiernos soñaban con la conversión tecnológica: máquinas, trenes, vías, acero, vapor, fuego y motores, mientras la mayoría de los autores denunciaban a las ciencias y a la tecnología como afán de barbarie sin espíritu.

Quizá tenían una razón válida: para acceder a la tecnología y la investigación científica de punta eran necesarios inmensos capitales y una revolución industrial completa. De unas décadas para acá, las comunicaciones y las libertades comerciales han abaratado muchísimo el acceso a los saberes de punta y, pese a ello, ahora son los empleados estatales y las hordas antiliberales quienes gruñen contra la ciencia y la tecnología.

Sucede en muchos lados, de muchos modos, pero en la historia de la lengua española, la boga anticientífica no fue una mera actitud, sino el origen de una autodefinición. Cuando Estados Unidos, en 1898, declara la guerra al Imperio Español, se rompen los dos espejos en que querían mirarse los latinoamericanos y termina el sopor de una España sorda y embrutecida. Ángel Ganivet se da cuenta de la caída como si le hubieran dado con un marro en la cabeza: “la invención del vapor fue un golpe mortal para nuestro poder. Hasta hace poco ni sabíamos construir un buque de guerra, y hasta hace poquísimo nuestros maquinistas eran extranjeros”, le escribe a un Unamuno, igual de perplejo, que responde, en un artículo, con su infame frase: “que inventen ellos”. Don Miguel, inmenso necio y fantástico escritor, primitivo y sabio, idiota como él solo, convirtió su hostilidad a la ciencia en una divisa espiritual:

“No ha mucho hubo quien hizo como que se escandalizaba de... aquello de: ‘¡que inventen ellos!’. Expresión paradójica a que no renuncio... Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos aprovecharemos; nosotros, a lo nuestro. No basta defenderse, hay que atacar” (Del sentimiento trágico de la vida, XII).

Y yergue la imagen peculiar en la que fueron a refugiarse los intelectuales españoles: ese quijote desdibujado y moralizante del siglo XX, que ya había perdido su calidad de analogía para convertirse en el silogismo del necio orgulloso; al fin, “la locura quijotesca no consiente la lógica científica”.

También para América Latina, el enemigo eran unos yanquis sin alma pero colmados de tecnología y ciencia. Mientras España se quijotiza, los latinoamericanos se van del lado de Shakespeare. Específicamente, de la Tempestad.

Antes que Unamuno, Rubén Darío había escrito una diatriba genial y disparatada contra “el Goliat dinamitero y mecánico... el yankee, demócrata y plebeyo”. Se declara amigo de España en el instante en que la agrede un enemigo brutal, pero “no, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros… El ideal de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y a la fábrica. No, no puedo estar de parte de ellos, no puedo estar por el triunfo de Calibán” (“El triunfo de Calibán”, mayo de 1898).

Y José Enrique Rodó, un año después de Darío, publica una de las obras señeras de la cultura hispanoamericana: su Ariel, “genio del Aire que representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y alada del espíritu”. También antiyanqui, también hostil a la ciencia, a la tecnología y hasta a la democracia, porque “cuando la democracia no enaltece el espíritu, carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barreras... contra las hordas inevitables de la vulgaridad”. La lengua española rechazó altiva y espiritualmente a las ciencias y la tecnología.

Unamuno, Ganivet, Darío, Rodó, Groussac, Vasconcelos, Santos Chocano o De la Selva se daban cuenta de que no era posible alcanzar el desarrollo científico y tecnológico de los países desarrollados. Al mundo de lengua española le faltaba una revolución industrial antes de poder participar en el conocimiento.

Pero repetir ahora, desde el gobierno, la actitud de carencia y desprecio, cuando ya no es necesario trepar la empinada cuesta de la industrialización para acceder a la tecnología o la ciencia, es un lujo del resentimiento; es hacer, de la estupidez, banderas. Y las ondean. Que inventen ellos.

ÁSS

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