En las redes puede hallarse un cuento brevísimo y perfecto de Robert Graves: “La epopeya ya no está de moda” (originalmente publicado en The Shout and Other Stories). Interpreta las complejísimas y peligrosas relaciones de Nerón con Petronio y Lucano, pero, sobre todo, consigo mismo: “sus bromas sin gracia, su forma disparatada y divagante de hablar, su gusto tan tremendamente vulgar, su enternecedora compasión de sí mismo”. A Nerón lo gobernaban el resentimiento, la envidia, la presunción y ese inmenso y romo narcisismo que hicieron del emperador un vulgar, aunque eficaz, histrión, un rápsoda mediocre y un gobernante que prefería destruir aquello que debió admirar, solo por ser factura de otros.
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Este rasgo suyo se halla presente hasta en en esa boba acusación, falsísima, que lo coloca tocando su cítara (hay quien dice violín) mientras observa a Roma arder. Es calumnia respecto de los hechos, pero verdad por lo que hace a su carácter. Nerón no estaba en Roma durante aquel terrible incendio y la acusación se debe, probablemente, a un emplaste: había compuesto una epopeya sobre la devastación de Troya, que él mismo calificaba de “inmortal”. Es la sombra siniestra de la mitología: lo que hace el poder con sus acólitos.
Y eso justamente es lo que anima a un libro sabroso de leer, como Nerón, de Edward Champlin (Turner-FCE, 2008): “Para Nerón no se trataba del arte por el arte. Utilizaba el escenario –no podría haber evitado hacerlo– como una plataforma para sus puntos de vista, presentados en atuendo mitológico… El hilo conductor de los relatos representados por Nerón en el escenario, a veces cubierto con una máscara que exhibía sus propios rasgos, era la justificación de actos esencialmente injustificables. Nerón decía que, en un nivel más profundo, era inocente”. Curaba su popularidad entre la plebe ignorante, mientras se desvanecía su prestigio ante las milicias, el senado y los ciudadanos. Las situaciones apremiantes lo transformaban en un histrión cada vez más disparatado.
Revisar la historia es indispensable, pero igual lo es criticar al revisor. Tanto Champlin como, varias veces, Mary Beard interpretan de modo equívoco la conducción política de las ocasiones emergentes. Coinciden en señalar que, ante las crisis (que, por cierto, él mismo provocaba), la actitud de Nerón fue siempre un arrebato ridículo y una salida de la escena teatral más bien barata. Ya luego se resolvían las cosas según el orden impuesto por la ejecución o la burocracia imperial. Pero ambos historiadores titubean. A veces atribuyen a Nerón el talento político, y tienden a dejar de lado la estructura institucional de Roma. Como si dudaran de Suetonio o, peor, de Tácito: queda claro, según los grandes historiadores romanos, que Nerón era sólo un vulgar ornato, capaz de escándalo, pero la resolución de entuertos era acción de las instituciones: el ejército, el senado, la administración. Son pocas las críticas que se pueden hacer a Champlin o Beard, pero la de atribuir al emperador las virtudes de las instituciones, es la más notoria. Curioso sesgo, para autores que han atestiguado, en nuestra propia época, cómo la institucionalidad sirve, aunque sea un poco, para reparar los excesos del uso del poder.
Por eso, por escueto y preciso, Suetonio sigue y seguirá siendo insuperable. En unos rasgos, relata a Nerón frente a la sublevación de Víndex, el jefe de la banda de los galos: “Dícese que al primer rumor de la sublevación concibió muchos proyectos atroces, enteramente conformes con su carácter… Pero abandonó estos proyectos, menos por arrepentimiento de haberlos concebido que por la imposibilidad de ejecutarlos. Creyendo al fin necesaria una expedición, destituyó a los cónsules y tomó él solo la autoridad de los dos, so pretexto de que era destino de las Galias el que nadie las sometiese sino él, con tal de que estuviese revestido del consulado. Haciendo, pues, que le trajesen los fasces, salió de la sala apoyado en los hombros de sus amigos, y diciendo «que en cuanto se encontrase en la Galia se presentaría sin armas ante las legiones rebeldes; que se limitaría a llorar delante de ellas; que un inmediato arrepentimiento le atraería a los sediciosos, y que a la mañana siguiente, en medio de la alegría general, entonaría un canto de victoria, que iba a componer en el momento». Tal cual, los antecedentes clásicos, que dijéramos: “abrazos, no espadazos”.
AQ