Los lectores de literatura solemos sospechar del concepto de racionalidad. Cierto, la literatura nos enfrenta (y a menudo nos reconcilia) con el lado oscuro de lo humano, con sus instintos insoldables e inasibles y nos sugiere que, tras el individuo aparentemente racional, se encuentra un animal impulsivo y lleno de apetitos. Sin embargo, más allá del indispensable escepticismo antropológico de la literatura, quedarse sólo con el lado oscuro resulta esquemático y peligroso.
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La naturaleza humana se nutre de la ambivalencia y puede decirse que, al lado de la imperecedera barbarie, nunca deja de haber tenues luces de civilización. De hecho, autores nada ingenuos, desde Norbert Elias hasta Deirdre McCloskey o Gabriel Zaid, han mostrado que el progreso existe y puede documentarse de múltiples maneras (el desprestigio moral de la guerra, la mayor esperanza de vida, la disminución de la pobreza extrema, los consensos en favor de la igualdad de género y los derechos humanos) y que el llamado proceso de la civilización, aunque sujeto a dolorosos retrocesos, se construye trabajosa y gradualmente. Por eso, es saludable encontrarse, en las vísperas de un nuevo año, con un libro como Racionalidad de Steven Pinker (Paidós 2020).
Sin negar las inquietantes realidades (amenazas a la democracia, desprecio por la verdad, banalización de la vida pública), este célebre psicólogo cognitivo señala que el ser humano es dueño de los recursos intelectuales suficientes para revertirlas. Para Pinker, la racionalidad no se desarrolla exclusivamente en una época o en una región (Occidente) es una facultad humana que puede observarse tanto en las culturas primitivas como en el mundo contemporáneo. La racionalidad no es una facultad invariable que pertenezca a unas pocas mentes privilegiadas, sino una capacidad humana que requiere de condiciones favorables para desplegarse. Así, “la racionalidad emerge de una comunidad de razonadores que detectan mutuamente las falacias ajenas”. De ahí, la importancia de un ambiente de apertura y libre deliberación que facilite el florecimiento de la racionalidad y sus instrumentos, la lógica, la inferencia, la prospectiva y el juicio crítico. Estos instrumentos son esenciales pues, en las disyuntivas morales, sociales y políticas, ayudan a clarificar los dilemas, a conciliar objetivos en conflicto y a tomar mejores decisiones. De este modo, el apelar a la razón no conlleva soberbia, al contrario, implica desconfianza de los dogmas infalibles, crítica y continua renovación.
Cierto, muchos regímenes o individuos pueden ignorar, falsear o manipular los instrumentos de la razón e inducir auténticos delirios colectivos, pero nunca podrán anularlos por completo. La racionalidad, en suma, no se encarna en seres omniscientes, sino que surge de diálogos, disputas y consensos en torno a argumentos. Fresca y didáctica, frente a los múltiples signos de irracionalidad de la vida contemporánea, esta lectura aporta un poco de oxígeno y aliento.
AQ