Después de mucho encierro pandémico, y a sabiendas de que el covid-19 nos vigila, como un vampiro, presto a atacar, decidí arriesgarme a ir al Centro Histórico; tenía que ver la exposición Un Cauduro es un Cauduro (es un Cauduro). Elegí sin duda un mal día (¿hay alguno bueno, en estos tiempos?). No recordé que precisamente el 18 iba a tener lugar La Clase de Box más Grande del Mundo, en nuestro venerado zócalo. ¡Hasta el propio Sylvester Stallone, el musculoso Rocky, ahora un tanto mantecosillo, pero con el usual semblante de sirloin, apareció en un video, invitando a sus “Mexican Friends” a participar! Ni modo, había que enfrentar los tradicionales cortes en la circulación. El taxi me dejó en Izazaga y me dirigí, caminando hacia Donceles, al Colegio de San Ildefonso.
Estaba especialmente contenta, amo San Ildefonso, donde hace siglos estudié la prepa y empecé a intuir lo que podría ser una existencia de libertad; el efecto UNAM. Pasaba al lado de los escaparates con refulgentes vestidos de fiesta —de graduación—, decían; me asomé a algunas zapaterías y fisgué un poco el interior de las variopintas tiendas que dan vida a Pino Suárez, pensando, ¡ah sí, claro, la clase de box multitudinaria que iba a registrarse en los libros Guinnes como rompedora de récords mundiales! ¡Qué honor!, ¡qué emoción! Recordé a algunas de mis alumnas, jóvenes valientes —quienes, por cierto, se ríen de la vestimenta lentejuelosa— hablando del temor que cada mañana sentían al salir a la calle a sus clases o a su trabajo, sin tener la seguridad de que volverían por la noche a sus casas. Tal vez enterarse de la colosal clase de box, deporte que, decían los anuncios, los mexicanos llevamos en la sangre y el ADN, les proporcionara algún consuelo. “¿Cómo ves, Patricia? ¿Tú qué piensas, Gabriela?”
En una calle lateral al Zócalo estaban, como suelen, los danzantes con penachos emplumados, y en el piso puestos con múltiples productos. Dominaban los destellos de colores y el aroma a copal. Yo trataba de ir rápido; por suerte se podía avanzar sin choques, entre los transeúntes que pululaban, olvidados de la pandemia.
Al fin llegué al Antiguo Colegio de San Ildefonso. Con la tarjeta INAPAM, no me cobraron; beneficios de pertenecer —puff— a la edad de la plenitud, la tercera, o la vejez, o como quieran llamarle. Entré a la primera de las 7 salas de la exposición, mi vista tardó unos segundos en adaptarse, dejaba la brillantez solar que hemos disfrutado las últimas mañanas y penetraba en un espacio ensombrecido. Sentí que accedía a otro mundo. Y sí, precisamente así era.
Cincuenta años de labor creativa del caricaturista, dibujante, pintor, escultor, Rafael Cauduro. A través de una sabia curaduría, más de ciento cincuenta obras, tan diversas entre sí que, a primera vista, difícilmente se podría encasillar al artista en una tendencia definida. El común denominador sería esa alquimia de la materia de que habla René Chargoy. Los cuadros incluyen o, mejor aún, simulan piedra, ladrillo, cemento, madera, baldosas, cristal, metal, fierro, tela, cartón, una síntesis de las sustancias para los haceres en la modernidad mexicana. Alguna vez dijo Cauduro que mezcla los materiales para ofrecer “una mitad real y otra que es ilusión”. En conjunto, un alarde de perspectivas, dimensiones, niveles y texturas que apela tanto a la vista como al tacto; lamentablemente hay que abstenerse de tocar.
Me fascinó uno de los cuadros iniciales, donde la piel femenina, plena de sensualidad, se va difuminando hasta adquirir una fantasmal transparencia.
Recordé la duda primordial de José Emilio Pacheco, “no me preguntes cómo pasa el tiempo”, y hallé una respuesta en Rafael Cauduro que hace tangible, ese transcurrir a través de la diversidad de elementos: paredes descascaradas, metales oxidados, pieles rugosas y cadáveres. El poeta de la Condesa evoca “un modelo atrasado que tan sólo se encuentra en cementerios de automóviles”; Cauduro alterna desechos de trenes con tzompantli de cráneos humanos. Trenes y hombres, ya sin vida, son intercambiables. A veces, un mismo montón de escombros alberga fragmentos de ferrocarriles y cuerpos muertos o agonizantes.
Objetos humanizados y seres humanos cosificados. Una urbe poblada de hombres, mujeres y cosas pertenecientes a los estratos sociales oprimidos, depauperados, marginales. Así las fachadas de las casas, a medio arruinar, pintarrajadas, las puertas de madera hinchadas por la lluvia, o los herrumbrosos vagones de los trenes, son el entorno en donde hombres, mujeres y animales se fragmentan, se hacen elásticos, se deforman, se desbaratan. Un entorno con el que se mimetizan, a veces hasta desaparecer. Un mundo de sombras, triste e inquietante. No hay en esta exposición las variaciones de los gritos sociales que el artista plasmó en La Suprema Corte de Justicia, en uno de cuyos muros garabateó “aquí estubo Cauduro”. Pero sin duda, hay ecos de esos estruendosos lamentos y reclamos en las posiciones del cuerpo, en sus partes, en la tristeza infinita de los niños migrantes representados.
Salí de la exposición convencida de que apenas pude tener un atisbo en esta visita. El sol deslumbrante sobre las calles del Centro, las tiendas, los autos, los ruidos, los peatones, habían desaparecido. En mi mente y en mi corazón desde ese momento quedó imborrable el grafiti: “aquí estubo Cauduro”.
AQ