El título de esta entrega lo he tomado del artículo que Luis Cardoza y Aragón escribió en 1958, luego de visitar la primera exposición individual que el joven zacatecano de 28 años, Rafael Coronel, realizó en el Palacio de Bellas Artes:
“Si me apasiona la pintura, poco, muy poco, me gusta escribir sobre ella. Hoy no he podido callarme ante este géiser. Lo demás habrá de venir. De repente, recojo la impresión de una proeza. […] Estamos ante un pintor”.
En aquel texto Cardoza celebró “su hallazgo, su despilfarro, el sentido de su ejercicio lúdico, […] el surgimiento de un río en el mapa de la pintura mexicana”, y aseguró lo que en la obra de Coronel habría de confirmarse con los años: “solo en la nueva invención puede haber continuidad”.
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Si bien de los autores mexicanos de su generación, Rafael Coronel fue quien menos se identificó con la Ruptura, aunque podría haberlo hecho, su obra es un puente natural entre la tradición y la búsqueda de nuevos caminos para la plástica mexicana de la segunda mitad del siglo XX. En su obra dialogan y se entrecruzan experimentación y destreza técnica, figuración y expresionismo con sonoros timbres alegóricos, religiosos o abstractos —cuando, muy joven aún, apostó por la abstracción radical, muy pronto se dio cuenta que no era ése su destino.
A la conquista de un estilo propio, Coronel fue marcando en el camino el testimonio de sus afinidades electivas: la herencia de la tradición española y flamenca en primer plano, con Goya y Rembrandt a la cabeza, pero también su vecindad estética con Orozco y su coterráneo Julio Ruelas, si bien es cierto que en sus últimos años el poder liberador de “un estilo”, de “su” estilo, fue también una prisión: la cárcel de sus propios arquetipos, celebrados por un mercado de las artes que lo catapultó, pero que también le puso freno al arrojo experimental de su primera, prolongada y más fructífera etapa creadora.
En marzo de 1974, a los 43 años de edad, Rafael Coronel fue invitado a la I Bienal Internacional de Pintura Figurativa en Japón. Pocos meses después enviaría a Tokio la obra que resultó ganadora del premio principal en aquella exhibición: Tacubaya: la muerte de la libélula, fechada en 1973 y donada poco después al Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, donde permanece hasta ahora.
Me parece reconocer en esta obra —un acrílico sobre tela de 1.50 por 2 metros— un registro representativo y elocuente de sus mejores impulsos creativos, una síntesis de su expresión artística y de sus búsquedas, realizada en el punto de creatividad más alto que alcanzó su trayectoria plástica.
Fue en la década de 1970 cuando el trabajo pictórico de Rafael Coronel maduró, alcanzó la plenitud de su siniestra singularidad, y se incorporó al canon de la pintura figurativa en el arte mexicano del siglo XX.
El realismo barroco, tenebrista, el expresionismo onírico que le caracteriza, la representación humana y animal-fantasmagórica y teatral, la desolación alegórica, de una perturbadora sensualidad, están presentes en esta obra de 1973. Este cuadro aparece entonces como el escenario de una representación casi teatral, y Coronel es aquí a un mismo tiempo director de escena, de vestuario y de iluminación.
Tres representaciones humanas ocupan la porción derecha de esta composición. Dos figuras masculinas en presunción de indigencia, y una joven de rostro sorprendido cuya mirada apunta a un lugar fuera de la escena, como queriendo escapar de ella. En la otra mitad del cuadro una libélula calavérica se alza desafiante, nebulosa, irreal, y con una pata alcanza a posarse sobre el costado de un personaje que, como muchos otros en el universo humano de Coronel, tiene un rostro taciturno, extraviado, marcado por las llagas del tiempo.
En la pintura de Coronel —escribió Fernando Gamboa— hay un “clima de irrealidad. […] Impresionante el estado de los personajes representados. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Y es éste uno de los méritos de su obra, una dimensión difícil de alcanzar en el arte”.
Aquí el trazo inestable, imperfecto —como si se tratara de un boceto—, las tonalidades grises, rosas y amarillas de la escena —que no permiten adivinar de dónde proviene la luz del cuadro—, colisionan ante nuestros ojos en una escena de la desolación. Manierismo puro, la obra de Coronel es también la crónica del carnaval de nuestros desasosiegos, la belleza de lo incómodo, la forma que deviene mancha, y la mancha que es capaz de crear una atmósfera barroca.
Hay un flujo fantástico, onírico y una tensión psicológica perturbadora en esta obra, un paseo lúgubre en los intersticios entre el sueño y la pesadilla. El contraste entre la oscuridad de los ropajes y la luz que impacta en los rostros de los tres personajes, la densidad y el peso de su presencia física, la artera aparición del insecto, y la evocación urbana que sugiere el título —Tacubaya—, nos ponen de inmediato frente al universo pictórico de Rafael Coronel en toda su significación y en su mejor momento. Este cuadro forma parte de lo que Coronel llamó “la crónica humana del Distrito Federal”, una crónica visual —escribió Carlos Monsiváis— “a la que no le interesaba deslumbrar, convencer, conmover o denunciar”.
Aquí lo escrito por Sergio Pitol —autor del texto del catálogo de la primera exposición de Coronel en Bellas Artes de 1958— seguía vigente tres lustros después. La pintura de Coronel —escribió— “está poblada de seres desastrados, de muecas violentas, de pasión desesperanzada, de rasgos sombríos que, paradójicamente, se acentúan con el empleo de las tonalidades más luminosas”. Pitol nos dice que se percibe en ellos “el aletazo de la locura, de la desesperación, de la desdicha, el mal penetra en los cuadros de Coronel, quedando allí definitivamente atrapado, adquiriendo una dimensión que ni él mismo sospecha”.
Monsiváis escribió, en aquellos que fueron los mejores años de Coronel, que el pintor había aceptado el reto de ser juzgado anacrónico al reivindicar la pintura figurativa y el expresionismo en un tiempo en que la mayoría de sus contemporáneos miró hacia otras fronteras estéticas. Tenía razón.
ÁSS