Refugio para el desamparo

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

El recuerdo no es tan fiel como quisiéramos. Nuestra existencia ocurre únicamente en el aquí.

Retrato de San Agustín, por el pintor español Claudio Coello. (Shutterstock)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Ni en nuestros recuerdos más arraigados y constituyentes existe la certeza. Por más que los recuerdos sean las vértebras de aquello que llamamos “yo”, y con ellos construyamos y sostengamos el hecho —o la ficción— de ser, me rehúso a equivocarme con eso que llaman “identidad”. En esa falsa casa habita una incongruencia que define nada, exhibe miedo y violencia, e ignora el hecho de que “el cerebro humano es al mismo tiempo la mayor maravilla de la naturaleza y el más perverso de todos los embusteros”, como dijo Stephen Jay Gould en un entrañable ensayo: “Muller Bros. Moving & Storage”, en que va recordando, con nitidez y afecto, los paseos y las conversaciones con su abuelo, sentados en los escalones del estadio de Queens. Treinta años después, Gould regresa: reconoce los escalones, pero no son del estadio, sino de una empresa mudancera cercana. (Ocho cerditos. Ed. Crítica, 1994).

Y es que el cerebro no está hecho para buscar la verdad sino para sobrevivir. Sócrates, por ejemplo, actuó contra natura cuando eligió morir por la verdad en vez de sobrevivir con argucias y fintas. Eligió según la mente, no el cerebro, y confundirlos es un error. Como lo es sucumbir a la tentación de suponer que los recuerdos se articulan necesariamente entre sí, que los llamamos “memoria”, y que de esa línea de foquitos nos viene una continuidad temporal con el reconocimiento de nuestra propia individualidad, o la tontera ésa, de la identidad. Supercherías. O no del todo. Falta una dimensión, que se asoma en la oda de Ricardo Reis: “No sé de quién recuerdo mi pasado, / Otro lo fui, ni me conozco / Al sentir con mi alma / Aquella ajena que al sentir recuerdo. / De un día a otro nos desamparamos. / Nada cierto nos une con nosotros, / Somos quien somos y es / Cosa vista por dentro lo que fuimos” (Pessoa, en traducción de Octavio Paz).

De certeza, nada. Algo emergente queda por sobre el tiempo, pero no somos solamente unas memorias sino una respuesta en el tiempo, que se vale de la memoria para tener sentido. Y aquí trastabillan modernidades y posmodernidades, con sus infecciones woke, que tenemos que padecer porque no hay vacunas.

La mejor respuesta sigue siendo la de Agustín de Hipona, con toda su candidez, y que comienza, como la de Pessoa, en el desamparo. Tras la muerte de Mónica, terminan los recuerdos y comienza la introspección. Llega “a los anchurosos espacios y a los vastos palacios de la memoria”, donde “nombro la memoria y reconozco lo que nombro... He aquí mi memoria y sus largos espacios, sus antros, sus cavernas innumerables llenas de innumerables especies de cosas innumerables, que están ahí, sea por imágenes, como los cuerpos todos; sea por presencia real, como las ciencias; sea por no sé qué nociones o notaciones, como las impresiones del espíritu”.

Pero no busca perderse sino hallarse, Agustín. No vive en la memoria sino en el tiempo. “¿Dónde y por dónde y hacia dónde pasa el tiempo cuando se le mide?... Pasa, por consiguiente, de lo que todavía no es, por lo que carece de espacio, a lo que ya no es”. El pasado ya no es, el futuro, aún no es, y del presente no podemos dar razón cabal.
No es una pregunta única. Se la hizo Agustín como muchos se la han hecho. Pienso en Darl, el hijo reflexivo de Anse y Addie Bundren, en la gran novela de Faulkner: Mientras agonizo (en inglés hay una versión leída por actores que pronuncian las peculiaridades fonéticas de aquella región y familia olvidada por Dios, los hombres y la Tierra: Find Audiobook).

Igual que Agustín, la reciente muerte de su madre interna a Darl Bundren en dudas acerca de sí mismo: “Yo no sé qué soy. Ni sé si soy o no soy... Y como el sueño es no ser y la lluvia y el viento son que-fueron, el carro no es. Sin embargo, el carro es, pues si el carro es fue, Addie Bundren no sería... Y entonces yo tengo que ser, pues si no, yo no podría vaciarme para dormir en una habitación extraña. Así que si yo no estoy vacío todavía es que yo soy”.

La pregunta de Agustín y la de Darl Bundren es la misma. Agustín tenía una cultura a la cual recurrir y en la cual insertarse, aunque fuera como duda, pero en conversación, en escritura: en los otros. Como personas, nuestros recuerdos nos parecen certerísimos; no lo son. Las disciplinas de la cultura transforman el recurso cerebral de supervivencia en la laboriosa búsqueda y resguardo de la verdad. Darl Bundren se vuelve loco. El viejo Agustín se puso a escribir y sigue construyendo refugios para el desamparo.

AQ

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