Refugios

Viajar sola

Los caminos en busca de refugio no son fáciles y a veces, lamentablemente muchas veces, dan a un callejón sin salida.

Entrada al Museo Judío de Berlín. (Foto: Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Berlín /

Hace cinco años, mi amiga la socióloga Katarzyna Doniec me invitó a pasar la Pascua en su natal Polonia. En dos horas un avión que tomamos en Londres nos dejó en Cracovia, donde su familia nos recogió en auto y una hora después estábamos todos sentados en primera fila en la parroquia de su barrio (no por nada el Papa Juan Pablo II era de un pueblo de los alrededores, pensé). Los padres y la abuela de mi amiga simplemente asumieron que si yo era mexicana debía ser católica y, después de todo, para eso habíamos escapado de la isla protestante, para celebrar la Pascua según nuestros propios rituales: con misas y comida. Así las cosas, luego de asistir dos días consecutivos a misa (sábado de Gloria y domingo de Resurrección) y sentirme como en la casa de mi abuela, rodeada como estaba de imágenes religiosas y abundantes comidas en aquella casa polaca, me quedó claro que mis anfitriones eran muy hospitalarios y sin duda muy católicos. Hasta que mi amiga me confió sus sospechas: su familia podía provenir de judíos que para no ser perseguidos se habrían convertido al catolicismo; aquello era normal en una época en que las efusivas manifestaciones externas de religiosidad solían ser una estrategia de salvación (si bien la celebración de la Pascua era una tradición judía previa al cristianismo). La religión católica había sido para ellos un lugar adecuado para refugiarse, asilarse, asimilarse.

Si bien Polonia tiene una historia de acogidas que llega hasta el presente con los ucranianos llegando en masa a refugiarse en sus fronteras, Alemania ha sido más oscilantemente radical, como lo demuestran las diversas exhibiciones del Jüdisches Museum en Berlín, dedicado a comprender la historia y cultura judía en este país. Una de las piezas que más llamó mi atención durante mi visita al museo la semana pasada fue una larga mesa interactiva inspirada en el Aliyah o juego del retorno, un tradicional juego de mesa judío en que tres personas compiten para alinear sus fichas en una línea que atraviese simbólicamente Jerusalén, como si de una peregrinación se tratara. A diferencia del juego original, el del museo tenía una ruleta al centro para que los jugadores avanzaran o retrocedieran sus fichas sobre un mapamundi según las circunstancias imaginariamente reales a las que se enfrentaban al pedir asilo internacional y que hacían de su situación migrante un enredado laberinto burocrático.


Juego en el Museo Judío que muestra el proceso de migración judía a Estados Unidos en 1939.

(Foto: Liliana Chávez)


Los caminos en busca de refugio no son fáciles y a veces, lamentablemente muchas veces, dan a un callejón sin salida. El distrito donde vivo, Mitte, comprende parte del antiguo barrio judío de Berlín, por lo que es común que en mis paseos cotidianos me encuentre con pequeñas placas doradas que indican el lugar exacto, fecha y nombre de alguna persona que fue detenida y llevada a un campo de concentración, por lo general afuera de su propio hogar o de un refugio que un día no lo fue más.

En Mitte pareciera que el tiempo no ha pasado: las calles no pierden su nombre y trazo original ni los edificios sus fachadas anteriores a La Guerra (o han sido cuidadosamente restauradas para que así lo parezca). Sin embargo, esas placas incrustadas en las piedras de calles y banquetas, como tratando de imitar las viejas baldosas de la zona, permanecen como signo imborrable de memoria y no pueden pasar desapercibidas pese a sus apenas 10 cm de ancho. Por algo Gunter Demnig, el artista que inició el proyecto en 1992, las bautizó como Stolpersteine, es decir, piedras con las que se tropieza. De tanto convivir con ellas, los habitantes multiculturales de Mitte hemos aprendido a tropezar con ellas sin caernos, recordando a esos vecinos del pasado que no encontraron refugio donde nosotros sí.


Placas metálicas en conmemoración a las víctimas del nazismo en su lugar de residencia en Mitte, Berlín.

(Foto: Liliana Chávez)


Según el diccionario de la RAE, un refugio es “un lugar adecuado para refugiarse”. Pero el que sea adecuado o no varía según las circunstancias. Así, un lugar que fue refugio en el pasado puede no serlo en el presente y viceversa. Alemania es ahora refugio para los ucranianos y refugiados de muchos otros países. De eso no tiene duda la estilista ucraniana-española que, mientras lava mi cabello en un salón de belleza (que irónicamente debe compartir con estilistas rusas, migrantes como ella y como todas lo somos ahí), me cuenta sobre las tías que aún vivían en Ucrania cuando empezaron los ataques rusos y que ahora han llegado como refugiadas a la casa de su madre en España.

“Si yo fuera ellas hubiera elegido Alemania; España no ofrece nada, no tiene trabajo ni para los suyos”, pero sabe que la idea de refugio para ellas pasaba por ser recibidas por una familia en concreto y no por un país en abstracto.

Refugiar, sin embargo, no es sólo un acto individual de generosidad, sino también un trámite legal que hay que probar merecer y que cuesta bastante. Hace unos días, mientras tomaba notas para esta columna, una de mis tías y su esposo obtuvieron la residencia estadounidense después de 30 años viviendo a la intemperie legal en Arizona. El miedo a ser expulsados en cualquier momento no les impidió identificar un lugar adecuado para refugiarse y convertirlo en hogar para sus hij@s. El camino de quienes emigran es ya bastante arduo y azaroso como para no creer que al final del viaje habrá refugios.

AQ

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