La película El vicepresidente: más allá del poder toma posición en el debate entre formalistas y realistas: rompe con el montaje de continuidad y pretende crear en el espectador la sensación de ser sacudido por “la realidad”. Lo que McKay desea todo el tiempo en El vicepresidente es que el público se haga consciente de que está viendo una obra que trata de capturar La Verdad de la historia estadunidense en tiempos de George W. Bush. A pesar de las rupturas en el discurso y en el montaje, no debe pensarse que uno verá un collage de imágenes, como proponían los formalistas más radicales; Ruttmann, por ejemplo, creador de Berlín: sinfonía de una metrópoli en 1927. McKay usa las ideas de los formalistas, pero es coherente en un discurso que trata del viejo dilema de un hombre que gana el mundo pero pierde el alma.
La historia gira en torno a Dick Cheney, un vicepresidente ruin que fue sin embargo capaz de dos o tres actos de nobleza antes de enredarse en la política de grandes ligas: ordenar por ejemplo el ataque a Irak y destruir a este país que tenía sus problemas, pero en el que fueron asesinados hombres, mujeres y niños. Desde el punto de vista formal, hay que decir que las estrategias de la película están lejos de ser originales. Las técnicas más queridas del formalismo (la ruptura en que el actor habla a cámara, por ejemplo) se han vuelto un cliché que está lejos de las discusiones que divertían a los críticos en tiempos de Bazin. Y es que cuando desaparece un concepto desaparece por fuerza su contrario. Hoy, en que se duda de la existencia de la realidad, se duda también de la ficción. Ya a nadie le interesa ir al cine para verse golpeado por “La Verdad”. Todos estos recursos fueron usados hasta la saciedad en la década de 1920 y, peor, se banalizaron en tiempos del videoclip. A nadie le importa que de pronto la esposa de Dick Cheney hable como Lady Macbeth ni que haya un narrador que representa “al pueblo”. No causa gracia que el rol de créditos corra a mitad de la película ni que al final el director se burle de sí mismo criticando todo lo que hemos visto.
Al margen de sus recursos, El vicepresidente aburre toda la primera parte y sin embargo interesa cuando el taimado Cheney llega al poder y se vuelve el asesino intelectual de casi un millón de personas. El estilo se vuelve pertinente sobre todo porque puede atraer a los más jóvenes y curiosos, esos que gustan de las rupturas. Sobre todo a ellos, El vicepresidente pretende informar en torno al origen del fenómeno Donald Trump. Adscrita a la izquierda de los demócratas estadunidenses, la película está más cerca de la propaganda que del arte. No se trata de algo necesariamente malo o equivocado. McKay explica con ayuda de un narrador (Jesse Plemons) cómo fue que los más ricos de Estados Unidos consiguieron engañar a la población haciéndole creer que iban a salvarla del comunismo cuando lo único que querían era apoderarse de sus impuestos para adueñarse luego de los campos petroleros de Irak y tal vez (como sugiere la película) organizar el atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. El vicepresidente es una película interesante que sin embargo sirve más para analizar la historia reciente de Estados Unidos y no para competir por un Oscar. La Academia fue en su tiempo la más férrea defensora de un realismo que aquí el formalista McKay se dedica a pisotear.