La muerte de Roberto Diego Ortega Esquivel, ocurrida hace unos cuantos días, ha suscitado una serie de notas y evocaciones en las que se destaca que fue un acucioso editor y se reitera, de manera menos acentuada, que asimismo hizo un muy buen trabajo —aunque parco, añado yo— en materia de traducción, de crítica literaria y de poesía.
No cabe extrañarse por ello. Su trabajo editorial estaba a la vista de todos. Desde las primeras revistas que hizo, brindando apoyo a los proyectos de su padre, Vicente Ortega Colunga —uno de los fundadores de la revista Siempre!, en cuyos números de aniversario aparecía siempre retratado en la primera página con una pléyade de periodistas que José Pagés Llergo saludaba como sus pares—, la empeñosa laboriosidad de Roberto se volvía visible empezando por las portadas, que hacían guiños al transeúnte en los puestos de periódicos.
Célebres actrices y vedetes se tendían desnudas en la cubierta de Su Otro Yo —simplemente “Yo”, en los primeros números, luego “Su Otro Yo”, para eludir la mojigata censura de los años 70— y, poco tiempo después, en la de su sucesora: Diva. Las guapas mujeres parecían lucir como tatuajes o parasoles los nombres de escritores tan distinguidos como Renato Leduc, Carlos Monsiváis, José Agustín, Gabriel García Márquez, Federico Campbell, José Donoso, José de la Colina, Gustavo Sáinz y los títulos de sus colaboraciones. Las fotografías eran obra de una joven Paulina Lavista. Las múltiples, anónimas y muy diversas notas de presentación eran responsabilidad de Roberto y de quienes lo secundaban en la jefatura de redacción: Arturo Trejo Villafuerte, Emiliano Pérez Cruz, José Luis Martínez S., Fernando Figueroa, entre otros. Respaldando a don Vicente, Roberto se fogueó en el quehacer editorial y descubrió el placer que produce el aliar el trabajo intelectual con el trabajo manual. Pocas cosas tan gratas como recibir el primer ejemplar, oloroso a tinta fresca, de un impreso en el que se han invertido horas y horas de conversaciones y cavilaciones, horas y horas de calcular espacios, medir cuadratines y líneas ágata, hacer cambios, barajar páginas.
Roberto encontró en la hechura de ese tipo de publicaciones un negocio rentable. Lo aprendió de su padre y lo perfeccionó. Es decir (la perfección no existe), lo hizo más fino, más elegante. Pero no quería convertirse en la versión mexicana de Hugh Hefner o de Larry Flint. Su verdadero interés estaba en otra parte.
Desde muy joven, Roberto empezó a escribir poesía. No sé por qué. A pesar de que nos conocimos en la prepa, en 1971, a una edad que todavía cabe llamar adolescencia (16 años), y en la que uno le confía todo a sus conocidos, nunca lo platicamos. También yo jugaba al equilibrista en esa misma cuerda. Llenaba cuadernos y cuadernos que el piadoso tiempo ha evaporado. Así que trabar amistad fue muy sencillo. Sin embargo, nuestra primera conversación fue sobre rock. Más específicamente, sobre lo que decían las canciones de rock, que en muchos casos se acercaban a la poesía o eran poemas musicalizados, pero todavía no lo entendíamos así. Todo mundo es sensible a la poesía aun sin saber que lo que lee o escucha o mira es poesía. Y no tardamos en darnos cuenta de que, al igual que algunos otros compañeros, nos gustaba leer.
Nunca formamos parte de un mismo grupo escolar y fue una sorpresa darnos cuenta de que ambos habíamos decidido estudiar periodismo. Así que ingresamos juntos a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. En ella, curiosamente, empezamos a dedicar cada vez más tiempo a la literatura. Y terminamos formando parte de una no tan pequeña banda de condiscípulos amparada bajo el nombre de Taller de Poesía Sintética, cuyo fundador era Arturo Trejo Villafuerte.
Luego de muchas reuniones y lecturas en voz alta de poemas propios y ajenos, hacia finales de 1976 empezamos a editar una pequeña revista llamada Sitios, de la que aparecieron cinco números. La primera sin fecha siquiera y las cuatro restantes seriadas. En ellas se encuentran los primeros seis o siete poemas publicados por Roberto. Así se dio su asunción como poeta. Continuaría publicando poemas, con relativa frecuencia, en la Revista de la Universidad y en La Cultura en México, suplemento de Siempre! Y en 1979 dio a la imprenta una plaquette: Línea del horizonte. Veinticuatro nuevos poemas en los que se advierte la impronta de José Carlos Becerra y, debida a él, la de José Lezama Lima. Poemas discursivos, cada vez un poco más extensos, que acusan la ambiciosa voluntad de lograr imágenes innovadoras y a la vez precisas. Tarea nada fácil.
Una tarde de aquel mismo año acompañé a Roberto a casa de Carlos Monsiváis para recoger algo y, aprovechando la oportunidad, le preguntó si ya había leído Línea del horizonte y qué le parecía. Monsiváis fue duro: “Me parece que falta un poco del afilado crítico que encuentro presente en tus reseñas”.
Creo que el comentario volvió más exigente a Roberto en cuanto a su poesía y más reservado en cuanto a publicación. Sólo quince años después dio a conocer su primer libro: Nacer a cada instante (Cal y Arena, 1994). Y luego, nada. Siguió escribiendo pero se resistió a imprimir otra obra suya, aunque preparó por lo menos un par de libros. Exageras, Roberto, le decíamos sus amigos. Pero era una decisión tomada. “Quiero pulirlos”, respondía. Su única relación con las prensas se dio en su carácter de editor, y como tal es bastante más reconocido. Fue el fundador y director del suplemento El Cultural, cuyo primer número apareció el sábado 20 de junio de 2015, con la poesía campeando desde las primeras páginas.
La poesía fue el eje de su vida, aunque casi logró convertirse en un poeta secreto. Sólo ahora que se ausenta, los más jóvenes tendrán oportunidad de descubrirlo. Sus amigos y coetáneos lo reencontraremos al acercarnos a las páginas que prefirió dejar inéditas.
31 de agosto, Ciudad de México
Se fue por la puerta grande
Fernando FigueroaLos momentos que más me vienen a la mente de mi amistad con Roberto Diego Ortega (1955-2023) provienen de los tendidos de la Plaza México, con la infalible presencia de Alejandro 'El Gordo' González.
Con esos dos amigos vi corridas malas, regulares y excelsas. La que más recuerdo al lado de ellos fue la tarde de alternativa de Arturo Gilio, en el festejo del 40 aniversario del coso de Insurgentes, hace más de tres décadas. Por supuesto, con lleno total.
El padrino de Gilio fue un tocayo de Roberto, el español Beto Domínguez. Jorge Gutiérrez fungió como testigo. Gilio no tuvo suerte en su lote y regaló un toro al que le cortó las orejas y el rabo (Genovés, de la ganadería de Pepe Garfias). Una faena de las que nunca se olvidan.
Cuando las corridas eran malas o pésimas, la chorcha giraba en torno a los cómicos diálogos entre Roberto y El Gordo, mientras tomábamos cervezas con un chorrito de whisky (el destilado fuerte entraba a la plaza, por supuesto, dentro de una bota de cuero).
Roberto heredó la afición por la fiesta brava de su padre, Vicente Ortega Colunga, a su vez amigo del muy taurino Renato Leduc. Mi abuelo paterno fue torero en el norte de México y de ahí me viene el gusto por ese espectáculo de raíces milenarias. Alejandro González no sabía mucho de toros, pero tampoco era villamelón.
Roberto Diego era un conocedor sin rayar en lo purista. Se emocionaba por igual con los toreros finos que con los verdaderamente valientes. De los lidiadores populacheros decía con humor que vestían ternos “de mezclilla y oro”.
Sus comentarios taurinos eran atinados y esclarecedores. Conocía el lenguaje de la fiesta brava y se expresaba con precisión sobre el tema. Todos quienes lo conocieron saben que era un maestro de la palabra escrita y hablada: un personaje de múltiples aristas como editor, poeta, ensayista, traductor, melómano, lector y muy amigo de sus amigos.
Colaboré con su papá en la revista 'Su Otro Yo'. Luego con Roberto en 'Diva' y 'Viva'. También participé en el arranque del suplemento 'El Cultural' del periódico 'La Razón', que dirigió durante ocho años y hasta su fallecimiento.
Generosamente, en 2013 realizó el fino diseño y la composición tipográfica de interiores de mi libro 'El mejor oficio del mundo. 60 entrevistas'. Solo pidió a cambio “los ejemplares que me quieras dar para regalarlos a los cuates”.
A Roberto y Rocío, su esposa, los conocí en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fuimos afortunados por tener muy buenos maestros mexicanos y otros que llegaron exiliados del Cono Sur a principios de los años setenta. Después de medio siglo, Roberto y su pareja de toda la vida siguieron siendo unos anfitriones espléndidos en reuniones de compañeros de esa generación.
En tiempos recientes le envié a su celular algunas buenas faenas en video. La última fue la ya histórica de Morante de la Puebla en la Feria de Sevilla 2023. A través de WhatsApp él comentó: “Hacía rato que no veía torear con ese calibre”. Afortunadamente, alcanzó a ser testigo, aunque no fuera en vivo, de esa gesta del torero andaluz: cortar orejas y rabo en la Maestranza, algo que no sucedía desde hace 52 años.
Me imagino que, en el más allá, Roberto Diego ya le narró a 'El Gordo' González esa lidia de Antonio Morante al toro Ligerito, de la ganadería salmantina de Garcigrande. Y seguramente brindaron con algún brebaje metido al cielo de contrabando.
AQ