Roger Scruton, un filósofo insólito

Escolios

Era un erudito con un estilo tan claro y elegante como agresivo, con el cual formó un perfil incapaz de encajar en las colectividades intelectuales.

La obra de Roger Scruton está escrita en los márgenes. (Foto: AFP)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Filósofo, escritor, músico, enólogo, urbanista y cazador, entre otras vocaciones, Roger Scruton (1944-2020) publicó decenas de libros, todos ellos vertebrados por un enfoque antimoderno, que incluyen semblanzas filosóficas sobre Spinoza y Kant, tratados sobre estética, denuncias sobre la frivolidad intelectual de la nueva izquierda, análisis de ópera, estudios sobre arquitectura, ensayos sobre erotismo, críticas de la utopía y del optimismo bobo y falaz, elogios del vino y diatribas contra la cultura de masas. 

La variedad de sus intereses, la flexibilidad de sus competencias, su erudición cargada de vitalismo y su estilo tan claro y elegante como agresivo, lo hicieron un perfil insólito, incapaz de encajar en las colectividades intelectuales.

Aunque Scruton incursionó en la carrera académica y la política (incursiones frustradas por su incontinente sinceridad), la mayor parte del tiempo fue un libre francotirador, al servicio de sus auténticamente asumidas convicciones. De hecho, el joven Scruton, que en 1968 se encontraba en el epicentro parisino de la rebelión, halló en esta gesta extática para muchos el punto de convergencia definitivo hacia su conservadurismo y su permanente animadversión hacia la “juvenilia” que caracteriza nuestra época.

Así, pese a su rigor y brillantez, la obra de Scruton está escrita en los márgenes y tiene un aire provocador que corresponde más a la inspiración amistosa y etílica de la tertulia que a la transmisión aséptica en el aula. De hecho, los últimos años de su vida, cada vez más conocido, pero también más controvertido y apartado de los circuitos normales de la difusión, Scruton abrió su propia tierra prometida, “Scrutopía”, presidida por la deidad de la conversación, y durante unos cuantos veranos fue anfitrión de un breve curso (véase la magnífica crónica de Enrique García-Máiquez), en el que se combinaban las clases del maestro, los paseos campestres, las sesiones de caza del zorro, los conciertos y las largas cenas abundantemente salpicadas de vinos.

Es difícil calibrar la admiración hacia una inteligencia tan vasta e incómoda, pues si bien es imposible coincidir con sus desplantes racistas, sus petardos contra la equidad de género y sus anacrónicas condenas a la globalización, tampoco es posible ignorar su lúcida denuncia de los principales vicios y degradaciones de la cultura moderna y de sus ideales más valiosos. Lo cierto es que, más allá de su pirotecnia y su ánimo polémico, las reivindicaciones de este humanista son simples e incuestionables: recuperar el sentido de responsabilidad moral e intelectual; balancear adecuadamente el respeto a las libertades y los imperativos de cooperación y altruismo que requiere la civilización y, frente al vale-todo estético y las escuelas de la vulgaridad, resguardar el valor y las jerarquías de la belleza.

RP | ÁSS

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