Rudyard Kipling: imperio y burocracia

Bichos y parientes

Como buen imperialista, el británico quería que el Estado tuviera entre manos la riqueza y el control de permisos: gran Estado, grandes acumulaciones de capital.

Rudyard Kipling, escritor y poeta británico conocido por títulos como 'El libro de la selva'. (Foto: Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Rudyard Kipling es de mis escritores favoritos y sigue siendo uno de los poetas más sonoros, musicales y seductores. Por más que muchos de sus poemas resulten hoy adocenados, que sus novelas se hayan vuelto menores respecto de sus cuentos, a pesar de la melancolía con que se puede leer en su prosa una amalgama imperialista, militarista, racista y clasista, rígidamente formal, obediente del orden y las coronas, lo seguí leyendo con gozo y admiración, pero mezclados con una creciente lejanía moral. Después, el olvido. Me sucedía algo que no podía articular del todo hasta que me lo aclaró el magnífico ensayo de Edmund Wilson, “El Kipling que nadie leyó”: uno deja de leer aquello que no se aviene bien con la propia ideología. Mal hábito, demasiado frecuente.

Orwell lo detestaba porque lo consideraba un fascista; T.S. Eliot reconoce que nada es más importante para Kipling que la médula del imperio y que despreciaba la democracia sin haberla entendido, pero le enmienda la plana a Orwell: el fascismo es una desviación de demócratas y, al final, lo que queda es la calidad de una obra literaria y “ningún autor ha sido más cuidadoso y diestro en el oficio de las palabras”.

¿Por qué podemos leer la República de Platón sin odiarlo por su totalitarismo, su elogio del sometimiento de la población, su uso de la mentira; o muchas de las utopías del Renacimiento, tan rígidamente jerárquicas, sin echar los espumarajos que nos provoca el imperialismo de Kipling?

Quizá por eso, de todas las críticas, me quedo con la de Chesterton: Rudyard Kipling empequeñece al mundo. “El trotamundos vive en un mundo más pequeño que el de un campesino”. Estuvo en todos lados, pisó cien países, percibió sus aires y escuchó sus lenguas, y “debe ser inspirador, sin duda, recorrer el mundo entero en un raudo automóvil, y percibir Arabia como un remolino de arena, o China como destellos de campos de arroz. Pero Arabia no es una tormenta de arena y China no es un sembradío de arroz. Son civilizaciones antiguas con virtudes extrañas enterradas como tesoros”.

En sus American Notes (la parte americana de From Sea to Sea, sus viajes de 1889), un libro menor, pero extraordinario, Kipling relata su recorrido por los Estados Unidos. Lo sorprenden muchas cosas: halla admirables las dimensiones del país y de la industria que se va tendiendo sobre esa vastedad; le dan risa las elegancias afectadas, la cursilería, las culturitas adquiridas en media docena de libros; lo intimida y perturba la belleza de las mujeres, dueñas de sus cuerpos y de su dinero. Aunque observa la facilidad con que un estadounidense puede hacerse de dinero, descree de la riqueza nacional.

Duda que los Estados Unidos puedan llegar a ser una potencia entre las naciones por dos razones. Una, que su ejército está disperso en vez de ser una fuerza disciplinada y visible desde cualquier punto del territorio. La segunda: carecen de burocracia. ¿Qué es el Estado si no está presente, si no gobierna? Kipling entendía que el tejido conjuntivo, lo que junta una célula con otra, un órgano con otro, es el Estado: la médula del imperialismo.

Chesterton tiene razón, y lo que no sé perdonarle a Kipling es justamente su seguridad ideológica, esa mirada que ha asumido su infalibilidad y no halla nada ajeno, nada por entender. Así como lo intimida la sexualidad libre de las californianas, huye de la evidencia del crecimiento económico en una sociedad que no padece burocracias.

No logra darse cuenta de lo que observa. Cree haber adivinado como debilidad que el Estado no está suficientemente presente: la gente hace lo que quiere y se autorregula. Observa que los gringos pueden volverse ricos, o dejar de ser pobres, a una notable velocidad, con una de tres: trabajo, talento o suerte. Domingo F. Sarmiento, 40 años antes, supo reconocer en ello la mecánica de una democracia, dicha desde Pericles: “no es vergüenza ser pobre; vergüenza es no hacer nada para remediarlo”. El punto no es la pobreza o no, sino la posibilidad de disponer uno mismo de los recursos para construir un destino propio. 

Poniendo a Kipling de cabeza entendemos mejor: él veía que faltaba Estado y, por eso, los individuos podían ser ricos; quería lo contrario, como buen imperialista: que el Estado tenga en sus manos la riqueza y el control de los permisos. Gran Estado, grandes acumulaciones de capital… No se daba cuenta de que esa idea de gran Nación implicaba, necesariamente, la multiplicación de los pobres.

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