Saavedra Fajardo contra la honestidad del político

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Para el diplomático español, la superioridad moral era una mentira; la falta de escrúpulos, una necesidad en la política.

Diego de Saavedra Fajardo, 1584-1648. (Laberinto)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Con todo su inmenso poderío, su extensión territorial y la solidez de su Corona, la España de los Habsburgo cobijaba casos de rara insubordinación. Es cosa anterior a la dinastía y viene desde los orígenes de la lengua (En el Cid: “¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!”). La consolidación de las coronas de Aragón y Castilla cuenta con la leyenda de Gonzalo Fernández de Córdova y su famoso gesto de soberbia, cuando Fernando de Aragón le pide cuentas sobre el gasto exagerado de su campaña en Nápoles, responde: “en picos, palas y azadones, cien millones” y “finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados”.

Son muchos los casos: Lope de Aguirre, que declara la guerra a Felipe II en 1561 y termina cazado como una fiera: “Mira, mira, Rey español, que no seas cruel a tus vasallos … Por cierto, lo tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si muchos fuésedes; ninguno podría ir al cielo, porque creo allá seríades peores que Lucifer, según teneis sed y hambre y ambición de hartaros de sangre humana”. Los Habsburgo llegaron con guerras modernas y lograron quedarse con las artes y mañas de la negociación, el engaño, el acuerdo; en una palabra: la política. Pero se va transformando hasta desaparecer por completo en 1700, con la muerte de Carlos IV y la llegada de la casa de los Borbón, más despótica y con muchos menos recursos políticos.

España se volvió descomunal en menos de un siglo. En 1492, no sólo se acaba la presencia islámica en la Península, sino que se halla propietaria de un continente nuevo. Sólo una corona de cabeza pequeña creería tener control. Fueron buenos negociantes y estrategos. Incluso, al principio (Carlos I), hasta buenos economistas, pero desde que a Felipe II le dio por desaparecer los tribunales de derecho consuetudinario para controlar todo con tribunales de tradición civil, el costo del “estado” se fue comiendo la riqueza y la agilidad que requería un territorio enorme y dispar. A eso hay que añadir el concepto anticuado de considerar las riquezas como tesoro y no como activos.

Junto con la idea de acumulación de las riquezas vino, necesariamente, un cambio político en mal momento. La riqueza acumulada, acumula también el poder y aumenta las formas de adulación, el servilismo y la hipocresía, que se convierten en auténticos tópicos literarios, con cientos de obras que denuncian el vicio de la adulación.

No se podía contener la marejada de calculadores solapados. La idea saludable del Cortesano de Castiglione, su sprezzatura (“actuar con soltura, sin que se note el gran esfuerzo”), que lo mismo señala el estilo literario que la destreza con el sable o la danza, termina envilecida en un macabro juego de imposturas. Y España inventa entonces a dos autores estupendos, que transforman el vicio moral en virtud política: el cortesano Diego de Saavedra Fajardo y el jesuita Baltasar Gracián. Ambos son barrocos entre los barrocos, pero si Gracián es oscuro y denso, Saavedra Fajardo es igual de complejo, pero dotado de un oído musical que hace de sus retruécanos, riesgosos juegos de pensar. Las deudas de juego son deudas de honor. Retoma la Educación del príncipe cristiano de Erasmo (1516), y la rehace por completo en una serie de cien emblemas, que llama “Empresas” e inician un cambio radical de lugar. El renacentista Erasmo instruye a su príncipe (el joven Carlos I) en la veracidad, la honestidad, la virtud. Saavedra ya no se compra las cosas sencillas y sabe que “Cuanto son mayores las monarquías, más sujetas están a la mentira. La fuerza de los rayos de una fortuna ilustre levanta contra sí las nieblas de la murmuración” (Empresa 12). Deja de contarse cuentos imposibles y asume que la mentira y el engaño, están mal, pero sin ellos simplemente no hay política, ni príncipe, por un lado; por el otro, de primera mano sabía que quienes se yerguen como adalides y caudillos de una superioridad moral, no pueden ser sino campeones de la hipocresía. En el caso del individuo, la honestidad impide la corrupción. Pero no existen ni redes ni pactos de honradez, sólo de corrupción. En el ámbito político y en el público, la declaración de honestidad es una impostura, y el mecanismo público de la honestidad no es el de la ética: es la transparencia. Pero ni Saavedra ni Gracián pudieron verlo porque las riquezas, entonces, pertenecían al rey.

AQ

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