Creí que pasábamos por una época de desprecio al lenguaje. Artículos, libros actuales, redes sociales y medios han hecho resonar la especie. Los síntomas y signos se dejan ver en una cundida estulticia, en las formas de lo que sea la posverdad, en el habla de las clases políticas y la equivalente, la de las llamadas identidades.
Pero, de pronto, creo que se trata de todo lo contrario: una especie de sacralización de algunos vocablos y algunas articulaciones, que han ido dejando su deslizamiento semántico (todas las palabras tienen campos en movimiento y transformación), para volverse intraducibles y carentes de sinónimos, del mismo modo que un objeto consagrado deja de tener equivalencia, ni valor de uso o de cambio. Un objeto sagrado no puede ser vendido, comprado o usado sin sus fórmulas rituales. Ponerlo en el intercambio del mercado es simonía; utilizarlo es profanación.
La verdad de los enunciados ha dejado de ser exterior al sujeto que habla: una misma oración es verdadera en boca de unos y falsa en otros. Como si el lenguaje se hubiera partido y separado como el mar ante Moisés, pero no hecho de agua sino de aire, y en vez de permitir el paso, queda un vacío irrespirable en el centro de las plazas. El lugar común dejó de ser también lugar de encuentro.
Pongo una analogía, cercana para ser reconocible, pero también lejana, para percibirla como ajena. Una protesta seria, que recorre ciudades de los Estados Unidos. Unos marchistas yerguen pancartas que dicen “Black Lives Matter”. Frente a éstos, aparecen otros, con sus pancartas: “All Lives Matter”. Dos enunciados analíticos, que no pueden ser falsos. Pero no hallan conciliación posible y, ahí, en las plazas, se trenzan en insultos y en minúsculas guerras civiles. Su pleito, que busca una forma válida de justicia, no tiene solución en la lógica; sin embargo, pelean por una verdad. Y es justamente esa verdad la que ha dejado de habitar el lugar común, la política, y ha dejado de asumir que las palabras y la lengua sólo hacen sentido cuando se reconoce su exterioridad.
Los lenguajes se pervierten cuando se les intenta privatizar. Se privatiza una lengua cuando su significación se asume distinta, o contraria, según quién la enuncie… y sí, es justamente el inicio del Juan de Mairena (Espasa Calpe, Madrid, 1936):
“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.Agamenón –Conforme.
El porquero –No me convence”.
Antonio Machado publicó su libro justo antes de la Guerra Civil. Hay que suponer que percibía el despoblamiento de las zonas comunes y el pertrecho en las identidades que sólo hallan verdaderas las palabras dichas por su clan. Los demás, al usar esos mismos vocablos, los tergiversan y profanan. Reacciona cada grupo como los feligreses ante el sacrilegio: merece el ostracismo, el castigo y hasta la muerte. El habla se complica hasta la imposibilidad porque no son de uso las reliquias ni los símbolos de un templo. Las palabras de más urgente atención, porque de ellas depende la vida política y la verosimilitud de justicia, desaparecen de la comunicación secular; quedan veneradas en altares y sólo son pronunciables por los sacerdotes, acólitos y feligreses: el léxico de los colores y tonos de pieles; las características y complexiones corporales; las afinidades amorosas y eróticas; los géneros y los sexos, y, en otros templos, las preferencias e ideas políticas, sociales… Total que los sustantivos y adjetivos, los verbos y principalmente las pequeñas palabritas, los artículos y pronombres, se reclaman en propiedad, con auténtica idolatría, hasta volverse tabú.
No es cosa nueva. Sucedió muchas veces; por ejemplo, en la Revolución Francesa. El uso de algunas palabras, frente a ciertas personas, determinaba si se llevaba uno la cabeza sobre el cuello, o se la llevaban ellos, en una canasta. Orwell lo describe, como lo intuyó Machado, en su Homenaje a Cataluña. Y es tan antiguo que lleva su propio capítulo en el libro de Jueces (12, 5-7): "Galaad cortó a Efraím los vados del Jordán y cuando los fugitivos de Efraím decían: ‘Dejadme pasar’, los hombres de Galaad preguntaban: ‘¿Eres efraimita?’ Y si respondía: ‘No’, le añadían: ‘Pues di Śhibbólet’. Pero él decía: ‘Sibbólet’ porque no podía pronunciarlo así. Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Perecieron en aquella ocasión 42.000 hombres de Efraím".
No creo que estemos en una época de desprecio al lenguaje: vivimos en la idolatría y el tabú.
AQ