'Siempre un destierro': una carta, un viaje, un matrimonio

Libros

Por cortesía de Océano, publicamos las primeras páginas de la entrañable nueva novela de la escritora mexicana y colaboradora de Laberinto, Gabriela Couturier.

Detalle de portada de 'Siempre un destierro'. (Cortesía: Océano)
Laberinto
Ciudad de México /

La identidad, el exilio, la pérdida, pero también la memoria y, por supuesto, el amor, son los pilares sobre los que se sostiene Siempre un destierro, la nueva novela de la escritora mexicana Gabriela Couturier, quien ha publicado ensayos y cuentos en la revista Nexos y es nuestra colaboradora en Laberinto.

Les ofrecemos aquí las primeras páginas.

I

La carta era de amor y llevaba más de un siglo oculta en el granero. Esa carta, que no iba dirigida a la mujer deseada, atravesó el Atlántico desde Veracruz, llegó a Francia a tiempo y cumplió su cometido: el pretendiente rogaba el consentimiento de los padres de su amada para casarse con ella, a pesar de que nunca lo hubieran visto y tuvieran pocas esperanzas de conocerlo. Luego pasó el tiempo, vinieron las cosechas, llegaron las desgracias y las migraciones, y la carta se quedó olvidada bajo el polvo y los escombros. Cuando apareció, estaba algo roída por las ratas; pero seguía siendo tan elocuente como lo había sido en el momento en que Maurice pidió la mano de Franceline. A Franceline, decía él, “tengo la inefable dicha de gustarle”, y aseguraba haber resultado “el elegido de su corazón”, a pesar de ser “quizás aquel que menos lo amerita”.

El granero que protegió la carta era el de la casa de Jaintouin, en la Alta Saboya francesa, que durante el siglo XIX albergó a mis antepasados y que perdió mi tatarabuelo Simon-Claude ante los acreedores de un préstamo impagable y una promesa descuidada. Fue ésa la casa que abandonaron los viejos para refugiarse más arriba, en el flanco de la misma montaña, y de la que salieron los dos hermanos que se habrían de instalar para siempre en las costas de Veracruz.

Ese granero era, como todos los de la región, una edificación baja y sólida, situada a algunos pasos de la casa principal y construida para resistir los deslaves, los fuegos y las inundaciones comunes en la zona. Además de los granos, protegía la ropa de domingo, los documentos y todo lo que la familia consideraba de valor. En ese nido la carta había resistido el tiempo y los cambios como un mensajero hechizado esperando su liberación.

Cuando la carta salió a la luz, ya pocos en la familia recordábamos la desafortunada historia de amor de Franceline y Maurice. Se sabía que Franceline había emigrado a México, todavía adolescente, siguiendo a su hermano Ernest, cuando entendieron que ya no tendrían futuro en esas montañas. Sabíamos también que ninguno volvió a la Saboya, y que los descendientes en México, dos generaciones después, éramos mucho más numerosos y considerablemente más prósperos que los que se quedaron en Francia. Pero había sido tanto el tiempo y tanta la lejanía, que la poca correspondencia que cruzó el océano durante esas décadas no hizo más que profundizar la distancia y la separación.


La habitación donde los he conocido no guarda sólo cartas y fotos, sino también uno de los vestidos de Franceline, de los que ella terminó, de los que menciona en su correspondencia. Era una mujer diminuta: tal vez por eso nadie más lo usó; tal vez por respeto. Sigue en una caja y huele a naftalina. Toda la habitación cambia de olor, como si cambiara la luz, desde el momento en que abrimos la caja. Vemos ahí dentro un mechón de pelo castaño claro que pudo haber sido suyo, aunque está guardado en un sobre sin inscripciones, en una caja con cosas que pudieron ser de quienquiera.

Colgado en un perchero, como a punto de usarse, está también el sombrero de Maurice. Ese absurdo sombrero de fieltro al que se aferraba a pesar del calor, sin el que se sentía desnudo, expuesto, y que nunca quiso cambiar por los de palma, de alas anchas, como los que se usaban en Veracruz.

Su sobrina Léontine, tía Tina, a quien Franceline no conoció, lo ha atesorado todo, lo ha mantenido intacto, en esa habitación polvosa donde la naftalina lucha contra el olor del tiempo.

Para sus noventa y tantos años, es sorprendente lo erguida que se mantiene la tía Tina. Dicen que era una mujer alta; ahora es una viejita, así, en diminutivo, a quien hay que agacharse para saludar. Pero sus manos son inesperadamente ágiles, jóvenes a pesar de las arrugas. No las han tocado ni la artritis ni las manchas. Coge los papeles con reverencia y los pasa, uno por uno, en un gesto que ha repetido miles de veces. Con cada foto murmura los nombres, y con cada carta los hechos. No deja que nadie toque ni unas ni otras: ella controla lo que vemos y lo que oímos.

Sus ojos, como sus manos, no dejarían estimar su edad: siguen viendo con curiosidad, siguen siendo azules, claros y limpios, sin cataratas ni carnosidades ni rojeces. Es una mujer extraña; es muy vieja, avara y amarga. Casi nunca se refiere a la Ciudad de México, en la que vive desde hace más de sesenta años. Sus pensamientos se han ido quedando “allá abajo”, en “la Colonia”, en ese San Rafael tropical de Veracruz, a donde llegó su familia francesa un siglo antes y donde ella misma vivió sus primeros veintitantos años. Sin hijos propios, vive de la memoria de quienes se escribían con sus padres desde Francia, inmersa en sus fotos, sepultada en sus cartas. Añorando esa época que no le tocó sino de refilón.

Ahora nosotros tratamos de rescatar esas vidas del encierro que la tía les ha impuesto. Porque los obliga a seguir aquí: no los ha dejado irse, alejarse, perderse en el tiempo. Gracias a su extraordinaria voluntad, los mantiene presentes, los saca de sus papeles y revive sus historias, historias que tal vez le permitan olvidarse de la que le tocó vivir a ella misma, en su curiosa labor de guardiana del pasado.

Tía Tina sigue hablando con afectación, con un acento afrancesado que dejó de oírse en la familia hace más de medio siglo. Hablamos de comida y ríe; nos dice, con felicidad infantil, “passez à table! ”, pasen a la mesa, su frase favorita, la que soltaba su madre cuando llegaban los visitantes, la que culminaba el día o la que reunía a quienes habían salido a trabajar.

Passez à table! ”, sigue diciendo frente a las fotos, y recuerda el pan de agua que partía el jefe de familia “en rebanadas exactas de un centímetro” que se ofrecían en una bandeja al centro de la mesa. “Celui qui ne sait pas couper le pain, ne sait pas le gagner”, afirma, como tantas  eces debe de haber afirmado Ernest, su padre, de cuya capacidad de ganar —o de cortar— el pan nadie dudó.

Passez à table! ”, para describir las mermeladas que elaboraba Elise con las frutas que traían los arribeños, esas frutas de tierras frías que no se daban en San Rafael y que los franceses echaban de menos. Y recuerda el dulce que hacían con las naranjitas “de a veinte por centavo”, machucadas con trozos de vainilla, para recubrir los panes. “Passez à table!”, y se le hace agua la boca, su boca enjuta de dientes intactos, al pensar en el gratin de pavo o en los oeufs à la neige o en la mantequilla casera.


Tú, querido Jean, primo redescubierto hace poco, creciste en Francia conociendo mucho más de la familia en México que lo que nosotros sabíamos de ustedes: tu abuelo guardó y catalogó cuidadosamente la correspondencia de su tío, mi bisabuelo, que emigró a Veracruz. Pero las cartas en sentido inverso, las que salieron de la Saboya, quedaron dispersas entre un centenar de descendientes mexicanos y se fueron perdiendo con la Revolución, las mudanzas y las inundaciones. Sólo teníamos acceso ya a las que atesoró tía Tina.

Mis abuelos, a diferencia del tuyo, no guardaban más que una borrosa memoria de los parientes que se quedaron en Saboya, en la aldea de Chamossière, donde se situaba la casa de Jaintouin. Seguían considerándola como la casa de la familia, aunque supieran que Jaintouin se había perdido con la bancarrota y que esa pérdida estaba en la raíz de la emigración. Yo conocía las historias, susurradas a veces como leyendas improbables, que todavía contaban nuestros viejos. Pero no habría hecho nada por aprender más si no hubiera sido por la insistencia de tía Tina. Cuando, adolescente, viajé por Europa, ella me dio la dirección de tus papás y me insistió en que te buscara, allá, en donde estaban mis raíces. Pero en ese momento París había resultado mucho más interesante; el viaje a Saboya, algo prescindible, y apenas habíamos intercambiado tú y yo los buenos deseos que nuestros abuelos se enviaban mutuamente. De ese fugaz encuentro, que en nuestra prisa juvenil nos pareció irrelevante, perduró, sin embargo, el conocimiento de esa presencia, como un mundo espejo del que estábamos ausentes uno y otro. Perduraron las direcciones de nuestras casas paternas y perduró la costumbre de las cartas, felicitándonos por el año nuevo y avisándonos de las muertes de los viejos.

A más de veinte años de distancia, esta vez las cosas eran muy distintas: habías grabado a tu abuelo contándote las historias de la región a fines del siglo xix. Él te había platicado del talento médico del viejo Simon-Claude y de los poderes mágicos de nuestro tío bisabuelo Anselme; de los largos viajes que se hacían a pie por la región; de las leyendas y las diabluras del sarvan; de las bromas que les hacía nuestro tatarabuelo a sus conocidos, que los dejaban muertos de terror durante semanas. Ante mis preguntas, tus descripciones de las costumbres y de las casas condimentaron en mi mente la narración de tu abuelo. Tu inagotable entusiasmo por ese pasado común que yo desconocía casi por completo acabó por plantar una semilla que no pudo más que germinar cuando me contaste que había aparecido la famosa carta de Maurice. Ya no tuve pretexto para seguir retrasando mi encuentro con esa tierra que me habitaba, sin saberlo yo, desde las costumbres de mi familia, los ademanes de mis abuelos, nuestras expresiones y ese vacío que sólo ahora sabía nombrar.

Siempre un destierro

Gabriela Couturier | Océano | México | 2019 | 287 páginas

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