Dos décadas del nuevo siglo es plazo más que suficiente como para atreverme a declarar oficialmente —y atenerme a las consecuencias— lo que “desde siempre” sospeché ser LA obra maestra de la música de rock del siglo XX.
Para lo que viene será necesario considerar que el rock hunde algunas de sus raíces en los melódicos y profundos cantos de dolor y esperanza de los esclavos negros llegados a América, los spirituals, que dieran origen al blues y al jazz; siglos después, el blues fue emulado por generaciones de músicos blancos que lo acogieron y enriquecieron respetando su proveniencia. Creo que la muestra más contundente de este legado está en la portada del disco Riding with the King del año 2000, en donde Eric Clapton —tal vez el máximo exponente del llamado “blues blanco”— aparece al volante de un elegante auto convertible Cadillac como el jubiloso chofer de nada menos que B. B. King (1925-2015), considerado como uno de los grandes del blues eléctrico (su guitarra se llamaba “Lucille”). Los Rolling Stones, por ejemplo, reconocen y cultivan una enorme influencia del blues en su producción, y además siempre hicieron mofa de la liviandad de las canciones de los Beatles, sus eternos rivales que, geniales como eran, en general hacían música de rock pop.
Desde sus inicios en los años 50, a partir de figuras como Chuck Berry, Elvis Presley o “Bill Haley y sus cometas”, el rock and roll cambió y evolucionó con rapidez. En alguna de sus fases originarias, por ejemplo, reflejaba las posturas y actitudes contestatarias de una juventud desencantada con el estado de las cosas de la posguerra, lo cual daría nacimiento a la subcultura de los hippies, quienes veían en los viajes de la psicodelia una especie de respuesta afín a las posturas de los beatniks y los “existencialistas” de algunos años antes. Sin embargo, esto resultó demasiado abstracto e intelectualizado como para su masificación, y no pasó mucho tiempo para que la gran industria del entretenimiento prácticamente se apropiara de la naciente música y, canalizando los ímpetus, la sexualidad y la energía de los “rebeldes sin causa”, la convirtiera en un objeto más de consumo, ávidamente anhelado, adoptado y hasta “tropicalizado” en buena parte del planeta.
El rock, pues, prácticamente se adueñó de la escena musical, y con múltiples variaciones (rock “clásico”, rock pesado, heavy metal, punk, pop y muchas otras) ha seguido coexistiendo con toda clase de metamorfosis, algunas de muy poca duración y cambiante popularidad con, literalmente, cientos de grupos.
Ya habrá oportunidad de explorar los inicios de estas expresiones musicales y artísticas, y de algunas figuras clave de las encrucijadas de donde provienen, como las de Bob Dylan (¡Premio Nobel de Literatura en 2016!, para horror de muchos —a mí me encantó—), Joan Baez, Peter, Paul y Mary, y otros más, así como las de los músicos y activistas sociales Woody Guthrie y Pete Seeger que los antecedieron e inspiraron; todos ellos de origen en los Estados Unidos, aunque muy pronto Inglaterra “invadió” la escena musical.
Entremos, pues, en nuestro tema. Spoonful es una no muy larga pieza original de blues compuesta por el legendario cantante y hasta boxeador negro Willie Dixon (1915-1992), que ha sido interpretada por múltiples músicos a lo largo de más de medio siglo, incluso con muy nuevas versiones. Esta es la canción original.
“It could be a spoonful of diamond
Could be a spoonful of gold
Just a little spoon of your precious love
Satisfy my soul...”
(Podría ser una cucharada de diamante
Podría ser una cucharada de oro
Solo una cucharita de tu precioso amor
Satisface mi alma…)
Otra versión, también muy buena, es de Howlin' Wolf (1910-1976) y, como apunté, hay muchas otras.
Pero aquí estoy hablando de otra cosa.
Cream es el no muy modesto nombre del mega grupo de blues blanco inglés activo únicamente entre 1966 y 1968 (los egos, los egos…), y vuelto a reunir unos días para unos épicos conciertos en el Royal Albert Hall de Londres en 2005. Hay varias teorías de dónde proviene el nombre, pero no importan demasiado; lo que cuenta es la enorme calidad de sus tres integrantes, estupendos solistas antes y después.
Al volver una de las incontables veces a escuchar la icónica pieza interpretada en vivo en 1968 en San Francisco, sigo embelesado y constantemente sorprendido por esa elaborada y redonda travesía musical de más de 16 minutos que me sé de memoria y llevo decenas de años redescubriendo, porque en eso justamente consiste la magia de la gran música y de la gran literatura y arte en general.
Asistimos a una excursión de entrega y virtuosismo de tres jóvenes, sin trucos de ninguna clase, signada por la poética y magistral guitarra eléctrica de Eric Clapton, la jazzista y hasta musical y exacta batería de Ginger Baker, y el preciso y precioso bajo eléctrico que acompaña la fea y rasposa voz de Jack Bruce —extraordinario también en la armónica, y tristemente fallecido en 2014.
Por fortuna existen múltiples muestras de entrega musical y artística de una calidad y nivel tan extraordinarios que las vuelven verdaderas acompañantes en la vida de quienes las aprecian, y aunque en lo personal considero la música clásica como el supremo ejemplo de estas posibilidades, por supuesto que en el jazz y el rock igualmente se logran, así como sin duda en otras manifestaciones más, descontando —por favor— las burdamente efímeras y comerciales.
Muchos años después de todo esto, el tour de force de la pieza “Tanya Jean” del cantante norteamericano de jazz Kurt Elling me volvió a mostrar el poder, el hipnotismo y la potencia de una interpretación de calidad suprema, a cual solo le acomoda el apelativo de virtuosa, y hace unos meses dediqué un ensayo a la genial figura de Keith Jarrett.
Hablando de canciones “viejitas”, quienes me reclamaran que “Yesterday”, “Here, There and Everywhere”, o varias otras de los Beatles merecen el lugar cumbre de la música de rock en su versión pop del Siglo XX también tienen (acaso) razón, sobre todo si uno las escucha con audífonos de alta calidad para detectar esa fantástica arquitectura tonal y armónica que los caracterizaba.
Similarmente de esa etapa, ¿qué decir de algunas de las piezas de Jimmy Hendrix? (¿qué tal el álbum Band of Gypsies?); otra por allí que me acecha de James Gang: “Laguna salada”, (sin voces, lo cual no es tan común en el rock); el extraordinario requinto en modo ostinato dentro del álbum “Welcome to the Canteen” de Traffic; la poderosa “Five to One” de los Doors; la casi budista “Good Times” de The Animals, y tantas más que tal vez en un futuro pudiéramos revisar…
Guillermo Levine
www.glevineg.com
ÁSS