Pese a las restricciones sanitarias, en la Ciudad de México las fiestas persisten, la gente busca maquinalmente el contacto y las jóvenes parejas se tocan y se besan más que nunca. No es sólo que se ignoren las contradictorias prescripciones de las autoridades, sino que en este confinamiento global, en el que, aun superada la fase crítica, los límites a la interacción física subsistirán por un lapso indeterminado, surge una nostalgia del roce de la muchedumbre y del jolgorio hipnótico y multitudinario.
Esta añoranza casi biológica no es rara, pues como argumenta la multifacética ensayista norteamericana Barbara Ehrenreich en Una historia de la alegría. El éxtasis colectivo de la Antigüedad a nuestros días (Paidos, 2008), existe una memoria de convivencia extática que puede remontarse a la prehistoria y que atañe a nuestra supervivencia como especie (la caza primitiva era una fiesta y una danza).
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Con una colorida y precisa erudición, la autora sigue la huella de socialización extática en los cultos dionisiacos, las religiones históricas y sus herejías, el carnaval medieval, las revueltas y revoluciones y los sucedáneos contemporáneos del éxtasis, como los deportes y el rock. En todas estas circunstancias, el individuo sale de sí, se incorpora a un trance colectivo y experimenta una catarsis fusionándose con la masa.
Cierto, en principio todos los rituales extáticos hacen aflorar personalidades desconocidas, disuelven jerarquías y pueden convocar al frenesí violento, y por ello, son subversivos. No en balde, sugiere la autora, las élites del poder prefieren a los dioses masculinos y ordenados que auspician las religiones monoteístas sobre los dioses extáticos y anárquicos de raíz andrógina o femenina.
El cristianismo, en sus inicios, tiene ánimo de trascendencia, sentido de comunidad y mucho éxtasis; sin embargo, su institucionalización es una historia de la “supresión del entusiasmo”, es decir, el misticismo, la espontaneidad y la risa. De hecho, los carnavales ilustran la forma en que el componente lúdico convive incómodamente con el culto más ortodoxo: las celebraciones religiosas populares adquieren un aire cada vez más profano y hedonista y son restringidas no sólo por su efecto de disolución moral o su eventual amenaza política, sino por ser obstáculo para la productividad que requiere el naciente capitalismo.
La autora (inmunóloga de profesión) se pregunta si esta merma de las oportunidades de divertirse y pertenecer influyó en la prestigiosa epidemia de melancolía que, desde el siglo XVII, se extendió por Europa y que, en forma de depresión, constituye el mal privativo de nuestros tiempos. En fin, este estimulante, discutible y lúcido libro de Ehrenreich alude a un dilema inédito que acarrea la pandemia: la necesidad humana de contacto colectivo y el enigma de la reconexión en esta etapa de miedos. ¿Cómo servirse de la cura del éxtasis, la conversación y el vínculo con el otro ante la amenaza del contagio?
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