"México nunca se consolará suficiente de no haber sido una monarquía", le dijo Octavio Paz a Enrique Krauze. Imagino la sonrisa de Paz: una de esas intuiciones suyas, abundantes, que de pronto lo iluminaban durante las conversaciones y se convertían en ventanas a una profundidad que, como supo ya Platón, revelaban una verdad superior a la de los historiadores.
Es una intuición que hace sentido, propone analogías e impregna la comprensión de los fenómenos. Quizá por eso hayan votado muchos de los 30 millones de confundidos, pero no hay modo de medirlo. Los signos estaban ahí y, aunque el vocabulario haya mutado, la oferta política del actual gobernante apuntaba desde siempre a un monarca, o a la nostalgia de uno. De chisguete, de farsa, pero eso vendía: un poder que reordenara no sólo las cosas políticas sino la moral, la justicia, las familias; que se dejaran las organizaciones sociales y los organismos autónomos de andar metiendo su ruido civil y todo ese desorden de las democracias y sus instituciones republicanas. Mejor un orden que suponga un ordenador —y de ahí la raíz mesiánica—, con ese mesianismo chirle de los que no entienden nada de teología. Una monarquía de ocurrencias, en una cabeza redundante.
La verdad es que Roma nunca pudo consolarse de haber abandonado una república para dar lugar al imperio y el gobierno de una sola persona. La historia plural, política, donde el personaje es el innumerable pueblo, los ciudadanos, los comercios… en mosaicos de distintos temas, distintos tonos y no la necia monotonía de seguir a un solo sujeto que, conforme avanzaba en el tiempo, se mostraba más plagado de falencias, menos interesante y más soberbio. Y los historiadores no podían ser más que completamente serviles o por completo hostiles.
Lamentar ese hecho hizo que Tácito desarrollara una prefiguración de la Razón de Estado: el gobernante que no sólo se rehúsa a mostrar la operación y cuentas de la cosa pública, sino que incluso necesita que sus súbditos ignoren sus propósitos y sus medios. Y si durante el Renacimiento, el periodo barroco y hasta mediados del siglo XVIII la sola mención de Maquiavelo solía desembocar en un proceso inquisitorial, surgió una estratagema fina entre los escritores políticos: si no podían citar a Maquiavelo, podían con confianza referirse a Tácito y a sus juicios analíticos acerca de las políticas injustas y opresivas (el Julio Agrícola), la idiotez en la toma de decisiones del emperadorzuelo (los Anales son un museo del abuso del poder y los ridículos del poderoso) o la crítica sesgada de “te digo, Juan, para que entiendas, Pedro” (las Historias). Y es eso lo que deploran Tácito y el tacitismo moderno: tener que hablar sesgado. Tácito envidiaba la suerte de los historiadores formados en un ambiente republicano, anterior a Tiberio, y lamenta los años imperiales no sólo porque su relato se halla atado a un personaje que detesta y desprecia, sino porque las confrontaciones y disputas de la era republicana se resolvían por comicios o juicios, por vías suasorias y discusiones inteligentes, mientras que en la era del poder reunido en la sola persona de los emperadores, la única salida era invariablemente la guerra civil.
Cicerón, por ejemplo, escribía oraciones inacabables. Tácito es breve —si alguien puede ser breve en aquel latín clásico—. La sintaxis de Cicerón es una arquitectura desafiante y presumida: oraciones larguísimas que sólo se vuelven comprensibles en la última palabra, en su clausura. Es gramática dramática. Tácito fluye conforme va pensando, conversa y tiene la soltura y el tiempo para señalar las cosas a lo largo del camino.
Todavía quedan las formas republicanas de la expresión pública, pero ya comenzó el embate por acallarlas. Más nos vale no vernos precisados a hablar sesgado. Quizá es hora de entender que hay añoranzas y fantasías que sirven sólo en la imaginación y en subjuntivo. El poder en manos de uno solo es un derrumbe que no tiene fondo. No importa cuán verdadera sea la intuición de Paz; debe ser atajada por la advertencia de quienes vieron perder su república. Y Tácito lo dijo de un modo admirablemente sintético. Después de la repugnancia acumulada por Calígula, Claudio y Nerón, llega Galba. Todas las esperanzas puestas en un renovador que de largo venía vendiendo una moralidad superior y una justicia verdadera. El resultado: et omnium consensu capax imperii nisi imperasset: “en opinión de todos, un gran gobernante, si no hubiera gobernado”.