La modernidad surge con dos cortes. Uno, sagital: la escisión de Lutero; el otro, transversal y no se le ha visto como el cisma que fue: Maquiavelo cortó el hilo umbilical entre la política y la ética, entre la soberanía y la sacralidad.
El odio a Lutero y su persecución terminó con un mapa cruzado de cicatrices y coronas averiadas, incluida la de Carlos I (V). La teoría política necesitaba echar mano de un recurso, de suyo ilícito, pero indispensable. Lo llamaron “Razón de Estado”, y lo justificaron con Maquiavelo: actuar según una soberanía estatal que borra toda consideración ética.
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El pleito en su contra era inútil, cuando no de plano falaz: El príncipe no puede ser refutado ni por la ética, ni la moral, ni la religión, y tampoco contiene nada subversivo en contra del gobernante. Es política sin ambages; un libro de criminología, no de un criminal. Por eso era más difícil dar la batalla contra Maquiavelo que contra Lutero. Lo intentaron cientos. El primero en darse cuenta, en 1516, a tres años de la disección maquiavélica, fue el muy bondadoso Erasmo; escribió su Educación del príncipe cristiano como un golpe de timón. Quería refutar una afirmación intolerable para el universo cristiano: que “el fin justifica los medios”.
Maquiavelo no dice eso de modo directo. Si acaso, en el capítulo 18 afirma que “en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse”.
Ni Erasmo ni los cientos de intentos de re-cristianizar la función gobernante hallaron mejores argumentos que los de Maquiavelo. Querían revertir con teoría y teología, con metafísica y moral, una mecánica y una práctica.
Quizá el signo más específico del tránsito a la modernidad es la práctica: que la metafísica descienda a mecánica: el cuerpo humano como fábrica (Vesalio), la geometría como modo de percibir el espacio (la perspectiva de los pintores), o que los dineros son convertibles en sus movimientos, gracias al uso de números arábigos… Con Maquiavelo, la política es solamente una práctica, un mecanismo, no un ámbito de salvación.
La herida del corte transversal habría sido irremediable, salvo por la acción del más estrambótico santo, un soldado vasco, baldado de las piernas, necio, aunque bien educado: Ignacio de Loyola, capaz de convertir el examen de consciencia en una contabilidad de partida doble y de afirmar lo mismo que se le achacaba a Maquiavelo: que el fin justifica los medios. Tampoco lo dijo de esa manera, pero en sus Ejercicios espirituales, lo llamó “Principio y fundamento”: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuanto para ello le impiden”.
Se conoce también como principio del “tanto cuanto” y cuya justificación, por parte del jesuita Hermann Busenbaum (1600-1668) es la forma más cercana al dicho popular: “cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos”.
La Contrarreforma no pudo ser solamente un tratado de teologías y de iglesias. Era una decisión política frente a una emergencia para la que no tenían respuestas: el fantasma de la práctica recorría la cristiandad y su contacto marchitaba el viejo orden. Nuevos mundos, nuevas fronteras, nuevos reyes y príncipes cristianos que desobedecieran al Papa.
Los jesuitas son los campeones de la Contrarreforma porque en su constitución estaba la praxiología que ni Roma ni Madrid, ni París conocían, y establecer escuelas resultó la más eficaz maquinaria contrarreformista. Eran los únicos capaces de entenderse con el realismo político de Maquiavelo y la Razón de Estado, que comienza no en el alto príncipe sino en el lector. Tal cual lo entrega Baltasar Gracián a su lector: “Aquí tendrás una no política ni aun economía, sino una razón de estado de ti mismo, una brújula de marear a la excelencia, un arte de ser ínclito con pocas reglas de discreción”. (El héroe).
AQ